José Manuel Almerich
El hallazgo no fue en absoluto casual. Daniel Benito, cuando fue mi profesor de arte en la facultad hace veinte años ya nos habló de ello. Lo recuerdo de pie, entusiasmado, subido a la mesa frente a todos los alumnos con los brazos abiertos y mirando al cielo tratando de explicar la grandeza de Brunelleschi en la cúpula de la catedral de Florencia. Ya entonces nos contó la posible existencia de unas pinturas renacentistas bajo la bóveda barroca de la catedral de Valencia. De ellas se tenía constancia documental pero se ignoraba su estado y por aquella época era algo impensable desmontar una bóveda para ver que podía ocultar, igual que el foro romano bajo la plaza de la Almoina o la mezquita musulmana junto a la basílica de la Virgen.
Siempre he pensado que hay que dejar para cuando nos hagamos mayores los viajes culturales y aprovechar, ahora que todavía nos quedan fuerzas, para viajar de forma diferente. Este tipo de escapadas son las que nos hacen sentirnos privilegiados y ver el mundo desde dentro, ser el protagonista y no un espectador. Vivir tus propios sueños y no dejar que nadie nos lo cuente porque dentro de unos años será demasiado tarde. Pero como nunca nos hacemos mayores, las visitas culturales se van demorando.
Toda aquella etapa de estudiante me ha venido a la mente a raíz de los últimos acontecimientos en nuestra ciudad. El museo de la Almoina, inaugurado en diciembre del año 2007 es un museo extraordinario, único en su género, quizás de los más originales del mundo. Tras veinte años de excavaciones, perfectamente acondicionado y con visita guiada, te permite volver atrás en el tiempo desde el subsuelo de la plaza y caminar, literalmente, por la valencia antigua.
El foro romano, las termas y el ninfeo de la época fundacional quedan ante nuestros ojos despojados de la pátina del tiempo. Muy cerca, a apenas unos metros de la plaza, el Tribunal de las Aguas se sigue reuniendo todos los jueves exactamente igual que hace mil años en la puerta de los Apóstoles. Un tribunal que se mantiene vivo a pesar de que la huerta de Valencia ha desaparecido, un tribunal que ya no juzga delitos porque no hay denunciados ni denunciantes, porque no quedan agricultores, ni campos, ni acequias, ni partidores. Ni tampoco molinos de agua, ni barracas, ni moreras junto a los caminos. Porque el escenario de los hechos ha sucumbido bajo el hormigón y el crecimiento de la ciudad. Pero aun así, los síndicos vestidos con blusones negros cruzan en silencio la plaza, se sientan frente a la puerta de la catedral que fue la antigua mezquita, esperan unos minutos, se levantan y se van, pasadas las doce del mediodía, antes de que comience el viernes musulmán.
Por unos meses con motivo de mi último libro, he tenido que entrar por obligación en una fase de madurez viajera. Y dejar las aventuras para más adelante. Y al lado de casa he vuelto a descubrir el extraordinario patrimonio que tenemos al alcance de una mañana de invierno. Aprovechando la confusión que se creó en la catedral con motivo de la fiesta del Corpus, cuya procesión no salió al exterior por culpa de la lluvia, pasé a la parte trasera del crucero y crucé la línea del altar mayor.
Y allí, escondido tras el coro y el desconcierto de la multitud, pude contemplar lo que Daniel, veinte años antes, nos había contado. Las pinturas renacentistas existían. Y sin dudarlo saqué del bolsillo mi pequeño trípode de emergencia para las ocasiones en las que no se pueden hacer fotos. Sin flash y en silencio hice mi trabajo, absorto, como aquel que ve por primera vez la Capilla Sixtina o el David de Miguel Ángel. Y disfruté pensando, como os las haría llegar.
Quinientos treinta años de antigüedad se escondían bajo la bóveda barroca de la catedral. Se habían creído destruidas después de tantos siglos pero no, allí estaban. Cuando se planteó la limpieza del presbiterio, se observó una diferencia de curvas entre las dos bóvedas superpuestas. Más alta la gótica y más cóncava la barroca. Convencidos los restauradores que este espacio podía albergar las ansiadas pinturas, con la esperanza en ello y el corazón en vilo, ayudados por un pequeño endoscopio, se exploró el espacio existente entre ambas bóvedas, y el 22 de junio de 2004 tuvo lugar el hallazgo del más importante conjunto de pintura renacentista del mediterráneo peninsular.
– Todavía tiemblo –nos cuenta Carmen Pérez– al recordar el momento en que introducimos la cámara digital y aparecieron ante nosotros las caras de los ángeles músicos que parecían contemplarnos sorprendidos, como si no creyesen que fuera posible que por fin, alguien se hubiese saltado las disposiciones ordenadas por el obispo hace cuatrocientos años.
Siguiendo el apasionante rastro de la historia, las pinturas fueron encargadas por Rodrigo de Borja, cuando fue Obispo y Cardenal en Roma. Valencia vive en el siglo XV su mayor auge comercial y financiero. Llega la imprenta, florece la cultura a todos los niveles, entran las corrientes europeas de pensamiento y con ellas, las nuevas tendencias artísticas. Es el siglo de Oro y este esplendor se refleja también en la catedral. Se concluye la construcción de la torre del Micalet y se añade un nuevo cuerpo al cimborrio.
Especialmente suntuosa era la capilla mayor que estaba decorada con pinturas de Alcañiz, Felip Porta, Berenguer Matéu y Gozalvo Sarriá. Pero en 1469, entre las diez y las once de la noche del día de Pascua de Pentecostés, un incendio destruyó completamente el retablo mayor y dañó las pinturas de la bóveda de una forma irreversible. Se intentaron llevar a cabo diversos intentos de restauración, pero ninguno de los artistas contratados fue capaz de asumir una obra de semejante envergadura, hasta que en 1472 Rodrigo de Borja trae de Italia a Francesco Pagano y Paolo de San Leocadio, dos maestros especializados en pintura al fresco. Como hombre del Renacimiento, Rodrigo de Borja poseía un gran talento: era hábil y diplomático, gran negociador en asuntos de estado y aficionado al arte. Consciente del prestigio y poder que ofrecía la exclusividad y ejerciendo el mecenazgo propio de las familias influyentes, no dudó en traer a Valencia a los mejores artistas. Tres mil ducados, una cantidad altísima para la época, fue el precio convenido y seis años como plazo máximo de ejecución.
Con el paso del tiempo el prestigio de los Borja cayó en desgracia y una nueva corriente artística, el barroco, comenzó a dejarse notar en la arquitectura. El barroco, sinónimo de recargado, desmesurado y a veces irracional, caló bien en la personalidad valenciana y las pinturas, deterioradas por el humo, el tiempo y la indiferencia, fueron cubiertas con una nueva bóveda como así ha sido la historia del arte y la humanidad. Y allí estuvieron, ocultas durante casi cuatro siglos hasta que en junio de 2004 fueron descubiertas. Doce especialistas de Valencia y Florencia trabajaron durante un año para su recuperación. Se desmontó la bóveda pieza a pieza y se depositó en el seminario de Moncada hasta que se decida su ubicación.
– A medida que fuimos abriendo pequeños agujeros en cada una de las plementerías (el espacio entre los nervios y los arcos) íbamos contemplando con auténtica admiración la perfección de los trazos, realizados como miniaturas en las que se podían contar las pestañas una a una o estudiar los plieges en la comisura de los labios, las distintas actitudes de las manos o las grandiosas proporciones de los ángeles que alcanzan aproximadamente cuatro metros cada uno.
Los nimbos, los ángeles, los brocados y los trajes, las estrellas del firmamento, el intenso azul celeste, los instrumentos musicales de la época, los arcos de las ventanas, los relieves en dorado y estaño, vuelven a ver la luz del renacimiento que las inspiró. Francesco Pagano y Paolo de Sant Leocadio han quedado para siempre en la cúpula de la Seu de Valencia como dioses y creadores de una obra excepcional. Y allí, sentado en el suelo, absorto, ajeno al bullicio y aislado de la gente, como un mecenas que contempla su encomienda, mi mente se llenaba de recuerdos mientras observaba en silencio, al igual que la Capilla Sixtina, Santa Sofía o la cúpula de Catedral de Florencia, una de las obras cumbres de la eternidad; en esta ocasión, en mi propia ciudad.
Textos y fotografías: José Manuel Almerich
Por fín el “amic” Almerich en estado puro, cercano, conciso y con ese romanticismo al contar las cosas que si no te engancha es que no tienes corazón. Ya era hora poder “tenerte a mano” para consultarte en mi aventura vital de conocer y disfrutar cada palmo de nuestro País Valencià.Hasta la próxima quedada compañero.
ResponderEliminarEns sentim identificats en ixes sensacions i sentiments al observar estes pintures la primera vegada ja fa alguns anys !!!
ResponderEliminarUn plaer
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