martes, 28 de julio de 2015

Islandia

La energía intensa de la tierra
José Manuel Almerich




Un haz de rayos de sol entran con fuerza a través de la estrecha ventanilla del avión. Mientras intento salir de la somnolencia propia de los largos viajes, agudizo la vista con la intención de ver desde el aire el Vatnajökull, el mayor glaciar de Europa. Son casi las dos de la madrugada y el sol de medianoche deja de percibirse en el momento que el avión desciende y atraviesa hasta cuatro espesas capas de nubes. El camino del aeropuerto hacia Reykjavík serpentea entre lava negra recubierta de musgo fosforescente bajo un cielo gris plomizo, pero con un aire limpio y puro, una luminosidad extraña que desconcierta por su claridad. Fumarolas inquietantes a uno y otro lado crean un ambiente surrealista mientras una densa y fina lluvia empapa tu cuerpo sin darte apenas cuenta. 


Islandia, el último espacio virgen de Europa, es un territorio inmenso, sobrecogedor, uno de los espectáculos naturales más fascinantes del planeta, una isla de hielo y fuego donde el hombre se siente insignificante en mitad de una naturaleza hostil e indómita a la que sientes estremecer bajo tus pies. 


 

La isla, en su mayor parte deshabitada, se sitúa en la gran dorsal atlántica, la gran falla que separa las placas europea y americana, y cuya distensión a razón de 7 cm al año ocasiona que la energía interna de la tierra todavía caliente salga al exterior en forma de volcanes, fuentes calientes, géisers y solfataras, algunas de hasta 50 kms de anchura. Geológicamente Islandia es un país joven, tiene apenas 20 millones de años y la décima parte de su superficie está cubierta de glaciares. Se han contabilizado más de 200 volcanes, 30 de ellos activos. Sólo el Hekla ha tenido más de veinticinco erupciones en los últimos años, algunas de ellas de consecuencias dramáticas y siempre acompañadas de violentos terremotos. Si además, las erupciones se producen bajo la espesa capa de los hielos glaciares, las efectos pueden ser muy destructivos ya que los inmensos bloques y el hielo derretido arrasan implacablemente todo a su paso.  


 

“Vivir en una isla caliente implica un temor constante, pero también tiene sus ventajas”, me comentaba plácidamente un farmacéutico gallego afincado en Akureyri mientras compartíamos una pequeña piscina de aguas termales. No sé exactamente si se refería a su joven acompañante, una nórdica, casi albina, de ojos verdiazules o al placer de la relajación entre aguas sulfurosas, ricas en minerales, y cuyo baño es una de las sensaciones más intensas que he sentido jamás. Práctica obligada en un país con apenas dos horas de luz en invierno y cuya relación social pasa por el baño diario en las piscinas y la sauna. 




 
Islandia posee unos 800 manantiales de agua caliente, cuya temperatura en superficie oscila entre 80 y 100 grados. En 1930 comenzó a utilizarse por primera vez la energía geotérmica para la calefacción de las casas y desde entonces ya no habido vuelta atrás. El 95 % de la calefacción doméstica e industrial viene de esta energía limpia y renovable, a pesar del aspecto tenebroso de sus instalaciones y el impacto en el paisaje. En Islandia, el grado geotérmico de la tierra (la profundidad que hay que descender para que la temperatura ascienda 1 grado) es de 10 metros, mientras que en el resto del planeta es de 33 m como media. Por este motivo, la temperatura de 100 grados se alcanza descendiendo 1000 m. El magma caliente está aquí mucho más cerca de la superficie y el vapor de agua en algunos casos alcanza los 340 grados centígrados a apenas dos kilómetros de profundidad.


 

Si este vapor, procedente de aguas de lluvia y manantiales, no tiene salida a la superficie, permanece en bolsas atrapado entre capas permeables sobre una cámara magmática y alcanza elevadas temperaturas puede, por medio de perforaciones idénticas a un campo de petróleo, canalizarse hacia la superficie y enviado a turbinas generar electricidad. Si la temperatura es baja, entre 60 u 80 grados su extracción se destina a la calefacción de viviendas por medio de pozos de producción que alcanzan los 200 m2/h ya que por debajo de 120 grados centígrados no es posible producir electricidad a un nivel aceptable. 

 

El gobierno de Islandia es consciente del gran potencial sin explotar en la generación de energía geotérmica e hidroeléctrica y por ello tiene la intención de atraer inversiones en industrias que requieran gran consumo de electricidad. En la década de los sesenta se construyeron cerca de Reykjavík una planta de fabricación de aluminio y otra de sílice de hierro. También se instalaron empresas de cemento y fertilizantes de nitrógeno y ferrosilíceos. La elaboración de polvo de diatomita en sílica, una de las sustancias más utilizadas en el mundo en base a los esqueletos de un alga abundante el fondo del lago Mýtvatn también necesita un elevado consumo de energía eléctrica que procede de la cercana central geotérmica de Krafla. 



La central geotérmica más conocida y visitada se encuentra a apenas 50 km de la capital, en la península de Reykjanes. En mitad de un campo de lava se levantan las instalaciones que destacan por sus enormes fumarolas de vapor emergente y junto a un lago de color azulado donde la gente se baña con el rostro embadurnado de barro blanco en el ambiente más extraño e irreal que podamos imaginar. 


Los primeras centrales geotérmicas de alta temperatura fueron construidas en Italia en el año 1903 en la región de Larderello, cuya potencia en la actualidad alcanzan los 400 MW. En el área de Mýtvatn, al norte de la isla, tiene lugar la mayor actividad geotermal de toda Islandia y allí se establecieron en 1965 las dos centrales geotérmicas adquiridas posteriormente por la National Power Company Landsvirkjun para abastecer la creciente demanda de electricidad tanto para uso industrial como doméstico. En 1983 se aprobó una nueva ley al respecto de la energía con la concesión a Landsvirkjun para toda la isla y con la participación del estado en un 50%, la ciudad de Reykjavik en un 45% y la población de Akureyri con el 5% restante.



La estación de Bjarnerflag, a tan solo 4 kms de Reykjahlid, fue la primera central geotérmica levantada en Islandia para producir energía eléctrica a la ciudad de Akureyri y sus alrededores. Constaba de una vieja turbina de 3MW adquirida de segunda mano a una industria azucarera escocesa. Con la nueva ley de 1983 pasó a manos de Landsvirkjun y está controlada por la central de Krafla. Krafla, cerca del volcán del mismo nombre, es la mayor de todo el norte de la isla y fue construida por el estado entre 1975 y 1977. En un primer momento esta polémica central fue diseñada para mover dos turbinas de 30 MW cada una, pero como no se necesitaba tanta electricidad, una de las turbinas no fue ni desembalada de su caja hasta este año en que ha sido finalmente instalada. Landsvirkjun, la empresa pública propietaria de ambas centrales, Bjarnerflag y Krafla, juega un importantísimo papel en la vida y en la economía del distrito de Mýtvatn. En ella trabajan dieciseis personas altamente cualificadas y garantiza el suministro eléctrico de agua caliente y calefacción doméstica, luz y vapor para mover las turbinas de la fábrica de diatomitas. Durante el corto verano da trabajo a jóvenes que ayudan a mantener y mejorar el entorno afectado por la central, repoblación allí donde es posible y regeneración del paisaje. También cultivan la tierra aprovechando el calor generado en invernaderos y la protegen de la erosión cumpliendo el compromiso de la central con el entorno natural.



Hay quién dice que Islandia es el último territorio europeo donde el hombre todavía debe luchar por sobrevivir antes que por proteger la naturaleza. Esta impresión a priori cierta, desaparece cuando contemplas la inmensidad del territorio islandés y sientes la fuerza intensa del paisaje. Con apenas 240.000 habitantes este país prácticamente deshabitado tiene que salir adelante utilizando sus recursos energéticos en un entorno hostil y el compromiso de conservación de una isla única, indómita y tan desconocida como lo ha sido desde el origen de la tierra.