sábado, 28 de noviembre de 2020

Los Frescos de la Catedral

José Manuel Almerich

“Todavía tiemblo al recordar el momento en que introducimos una cámara digital y aparecieron frente nosotros las hermosas caras de los ángeles músicos que parecían contemplarnos sorprendidos”


El hallazgo no fue en absoluto casual. Daniel Benito, cuando fue mi profesor de arte en la facultad hace veinte años ya nos habló de ello. Lo recuerdo de pie, entusiasmado, subido a la mesa frente a todos los alumnos con los brazos abiertos y mirando al cielo tratando de explicar la grandeza de Brunelleschi en la cúpula de la catedral de Florencia. Ya entonces nos contó la posible existencia de unas pinturas renacentistas bajo la bóveda barroca de la catedral de Valencia. De ellas se tenía constancia documental pero se ignoraba su estado y por aquella época era algo impensable desmontar una bóveda para ver que podía ocultar, igual que el foro romano bajo la plaza de la Almoina o la mezquita musulmana junto a la basílica de la Virgen. 


Siempre he pensado que hay que dejar para cuando nos hagamos mayores los viajes culturales y aprovechar, ahora que todavía nos quedan fuerzas, para viajar de forma diferente. Este tipo de escapadas son las que nos hacen sentirnos privilegiados y ver el mundo desde dentro, ser el protagonista y no un espectador. Vivir tus propios sueños y no dejar que nadie nos lo cuente porque dentro de unos años será demasiado tarde. Pero como nunca nos hacemos mayores, las visitas culturales se van demorando. 


Toda aquella etapa de estudiante me ha venido a la mente a raíz de los últimos acontecimientos en nuestra ciudad. El museo de la Almoina, inaugurado en diciembre del año 2007 es un museo extraordinario, único en su género, quizás de los más originales del mundo. Tras veinte años de excavaciones, perfectamente acondicionado y con visita guiada, te permite volver atrás en el tiempo desde el subsuelo de la plaza y caminar, literalmente, por la valencia antigua. 


El foro romano, las termas y el ninfeo de la época fundacional quedan ante nuestros ojos despojados de la pátina del tiempo. Muy cerca, a apenas unos metros de la plaza, el Tribunal de las Aguas se sigue reuniendo todos los jueves exactamente igual que hace mil años en la puerta de los Apóstoles. Un tribunal que se mantiene vivo a pesar de que la huerta de Valencia ha desaparecido, un tribunal que ya no juzga delitos porque no hay denunciados ni denunciantes, porque no quedan agricultores, ni campos, ni acequias, ni partidores.  Ni tampoco molinos de agua, ni barracas, ni moreras junto a los caminos. Porque el escenario de los hechos ha sucumbido bajo el hormigón y el crecimiento de la ciudad. Pero aun así, los síndicos vestidos con blusones negros cruzan en silencio la plaza, se sientan frente a la puerta de la catedral que fue la antigua mezquita, esperan unos minutos, se levantan y se van, pasadas las doce del mediodía, antes de que comience el viernes musulmán. 


Por unos meses con motivo de mi último libro, he tenido que entrar por obligación en una fase de madurez viajera. Y dejar las aventuras para más adelante. Y al lado de casa he vuelto a descubrir el extraordinario patrimonio que tenemos al alcance de una mañana de invierno. Aprovechando la confusión que se creó en la catedral con motivo de la fiesta del Corpus, cuya procesión no salió al exterior por culpa de la lluvia, pasé a la parte trasera del crucero y crucé la línea del altar mayor. 


Y allí, escondido tras el coro y el desconcierto de la multitud, pude contemplar lo que Daniel, veinte años antes, nos había contado. Las pinturas renacentistas existían. Y sin dudarlo saqué del bolsillo mi pequeño trípode de emergencia para las ocasiones en las que no se pueden hacer fotos. Sin flash y en silencio hice mi trabajo, absorto, como aquel que ve por primera vez la Capilla Sixtina o el David de Miguel Ángel. Y disfruté pensando, como os las haría llegar. 


Quinientos treinta años de antigüedad se escondían bajo la bóveda barroca de la catedral. Se habían creído destruidas después de tantos siglos pero no, allí estaban. Cuando se planteó la limpieza del presbiterio, se observó una diferencia de curvas entre las dos bóvedas superpuestas. Más alta la gótica y más cóncava la barroca. Convencidos los restauradores que este espacio podía albergar las ansiadas pinturas, con la esperanza en ello y el corazón en vilo, ayudados por un pequeño endoscopio, se exploró el espacio existente entre ambas bóvedas, y el 22 de junio de 2004 tuvo lugar el hallazgo del más importante conjunto de pintura renacentista del mediterráneo peninsular. 


Todavía tiemblo –nos cuenta Carmen Pérez– al recordar el momento en que introducimos la cámara digital y aparecieron ante nosotros las caras de los ángeles músicos que parecían contemplarnos sorprendidos, como si no creyesen que fuera posible que por fin, alguien se hubiese saltado las disposiciones ordenadas por el obispo hace cuatrocientos años. 

                                                            Momento del descubrimiento. Foto Catedral de Valencia 

Siguiendo el apasionante rastro de la historia, las pinturas fueron encargadas por Rodrigo de Borja, cuando fue Obispo y Cardenal en Roma. Valencia vive en el siglo XV su mayor auge comercial y financiero. Llega la imprenta, florece la cultura a todos los niveles, entran las corrientes europeas de pensamiento y con ellas, las nuevas tendencias artísticas. Es el siglo de Oro y este esplendor se refleja también en la catedral. Se concluye la construcción de la torre del Micalet y se añade un nuevo cuerpo al cimborrio. 


Especialmente suntuosa era la capilla mayor que estaba decorada con pinturas de Alcañiz, Felip Porta, Berenguer Matéu y Gozalvo Sarriá. Pero en 1469, entre las diez y las once de la noche del día de Pascua de Pentecostés, un incendio destruyó completamente el retablo mayor y dañó las pinturas de la bóveda de una forma irreversible. Se intentaron llevar a cabo diversos intentos de restauración, pero ninguno de los artistas contratados fue capaz de asumir una obra de semejante envergadura, hasta que en 1472 Rodrigo de Borja trae de Italia a Francesco Pagano y Paolo de San Leocadio, dos maestros especializados en pintura al fresco. Como hombre del Renacimiento, Rodrigo de Borja poseía un gran talento: era hábil y diplomático, gran negociador en asuntos de estado y aficionado al arte. Consciente del prestigio y poder que ofrecía la exclusividad y ejerciendo el mecenazgo propio de las familias influyentes, no dudó en traer a Valencia a los mejores artistas. Tres mil ducados, una cantidad altísima para la época, fue el precio convenido y seis años como plazo máximo de ejecución. 


Con el paso del tiempo el prestigio de los Borja cayó en desgracia y una nueva corriente artística, el barroco, comenzó a dejarse notar en la arquitectura. El barroco, sinónimo de recargado, desmesurado y a veces irracional, caló bien en la personalidad valenciana y las pinturas, deterioradas por el humo, el tiempo y la indiferencia, fueron cubiertas con una nueva bóveda como así ha sido la historia del arte y la humanidad. Y allí estuvieron, ocultas durante casi cuatro siglos hasta que en junio de 2004 fueron descubiertas. Doce especialistas de Valencia y Florencia trabajaron durante un año para su recuperación. Se desmontó la bóveda pieza a pieza y se depositó en el seminario de Moncada hasta que se decida su ubicación. 


A medida que fuimos abriendo pequeños agujeros en cada una de las plementerías (el espacio entre los nervios y los arcos) íbamos contemplando con auténtica admiración la perfección de los trazos, realizados como miniaturas en las que se podían contar las pestañas una a una o estudiar los plieges en la comisura de los labios, las distintas actitudes de las manos o las grandiosas proporciones de los ángeles que alcanzan aproximadamente cuatro metros cada uno. 

Los nimbos, los ángeles, los brocados y los trajes, las estrellas del firmamento, el intenso azul celeste, los instrumentos musicales de la época, los arcos de las ventanas, los relieves en dorado y estaño, vuelven a ver la luz del renacimiento que las inspiró. Francesco Pagano y Paolo de Sant Leocadio han quedado para siempre en la cúpula de la Seu de Valencia como dioses y creadores de una obra excepcional. Y allí, sentado en el suelo, absorto, ajeno al bullicio y aislado de la gente, como un mecenas que contempla su encomienda, mi mente se llenaba de recuerdos mientras observaba en silencio, al igual que la Capilla Sixtina, Santa Sofía o la cúpula de Catedral de Florencia, una de las obras cumbres de la eternidad; en esta ocasión, en mi propia ciudad.

Textos y fotografías: José Manuel Almerich









martes, 17 de noviembre de 2020

El Jinquer

Un despoblado morisco en la  sierra  de Espadán

José Manuel Almerich

El caserío del Jinquer, en pleno corazón de la Sierra de Espadán, y dentro del término municipal de Alcudia de Veo, fue un antiguo poblado morisco ubicado en la orilla del río Veo y al centro del valle que lleva su nombre


Abandonado en la actualidad, y totalmente desolado, sólo se mantienen en pie algunas paredes, el trazado de las calles y la iglesia sin techumbre. El castillo, enclavado sobre un promontorio de rodeno practicamente inaccesible, controlaba el valle y protegía a los habitantes y sus animales domésticos en caso de peligro.


Los primeros pobladores del Jinquer vivieron, a igual que el resto de los moriscos de Espadán, de la agricultura y la ganadería, cultivando estrechos bancales donde se plantaban olivos, árboles frutales y sobre todo, cereales, a tenor de los restos de una era que se conserva en la parte alta del caserío.


Las dos fuentes cercanas eran aprovechadas para el cultivo de pequeñas huertas al fondo del barranco y en algunos bancales junto a las casas, por donde era canalizada el agua a través de pequeñas acequias. Cuando los cristianos ocuparon el valle del Jinquer, cuatro siglos después de la conquista, y tras la revuelta de Espadán, introdujeron el almendro y el cerezo, así como ejemplares de castaños que hoy constituyen el único bosque de esta especie presente en la Comunitat Valenciana.


Lo que podemos ver de la Iglesia es muy austero y está en estado total de ruina y abandono. De una sóla nave, rectangular y de pequeñas dimensiones, tan solo quedan en pie las paredes y muros de ladrillo rojo, con contrafuertes exteriores, posee también un arco en la fachada principal rematada de ladrillo, a punto de hundirse.


Al fondo todavía puede observarse el lugar donde estaba el altar, y sobre él, una hornaciona y dos columnas con capiteles muy deteriorados que sostienen una sencilla cubierta a dos aguas. Según la documentación existente, está iglesia fue construída en 1430 probablemente sobre el solar de lo que podría haber sido una antigua mezquita, al igual que Benitandús, otra aldea también abandonada que pertenece a Alcudia de Veo. La iglesia estuvo dedicada a la Purísima Concepción y la campana sigue repicando en la Iglesia de Alcudia de Veo donde fue trasladada.


En 1913 el pueblo tenía 28 casas habitadas y el mismo número de familias, con un centenar de habitantes, pero durante la Guerra Civil, las casas fueron cerradas y el pueblo abandonado definitivamente. En el siglo XVIII vivían diez familias en el Jinquer, y Pascual Madoz cita 10 casas también. Antes de la Guerra Civil había unas cuarenta. El eclipse definitivo se produjo después de la Guerra. Antonio Gil, un vecino descendiente del Jinquer, relata que hasta los años setenta todavía iba alguien a realizar tareas agrícolas, entre ellos su padre, pero hubo un gran incendio forestal que calcinó el valle y quemó lo poco que todavía quedaba. Desde entonces ya no volvió nadie. 


La sierra de Espadán fue uno de los puntos claves de la Guerra del 36 y este frente jamás se llegó a rebasar, ya que las tropas franquistas avanzaron por la costa tras la rotura del frente del Ebro. Muy cerca del pueblo todavía quedan muchos restos de la contienda y aún se pueden ver trincheras y nidos de ametralladoras, así como casquillos de balas y restos de metralla por los alrededores. Justo, el último vecino nacido en el Jinquer, que vivía en Alcudia de Veo, murió el año pasado con poco más de ochenta años.


Hace unos años, Vicente Brocal, vecino de Silla adquirió la finca del Jinquer, el valle, el pueblo y el castillo. Su visión romàntica posee también un sentido práctico: recuperar el valle, reforestar la zona con especies autóctonas y volver a cultivar árboles frutales, como el cerezo, pero de variedades locales que prácticamente han desaparecido. 

                                                                            Vicent Brocal
También tiene la idea de recuperar la fuente cercana y llevar agua al poblado para poder llevar a cabo esta idea de recuperación, con métodos modernos y respetuosos con el entorno, aumentando la diversidad de paisajes. Para ello ha cedido la finca para su gestión a un colectivo vinculado a la custodia del territorio, donde se combina el aprovechamiento agrícola para darle un mínimo de rentabilidad y sobre todo, convertir el valle y su entorno en un bosque mediterráneo con la toda biodiversidad propia de nuestro ecosistema.


Respecto a las ruinas, y sobre todo el castillo del Jinquer, de tipo roquero y todavía con algunas estructuras defensivas bien conservadas, recordemos que durante siglos protegió a los moriscos que habitaban en valle ya que además del papel de vigilancia, era donde se refugiaban con sus animales en caso de peligro, se trataría de limpiar los accesos, recuperar los caminos y sendas y hacer que pueda visitarse, tanto el pueblo como la fortaleza. El castillo del Jinquer fue declarado BIC (Bien de Interés Cultural) y perteneció a la casa de Jérica, perteneciendo al alcaide de Eslida, que además comprendía los castillos de Eslida, Mauz en Sueras, Ahín, Veo y el propio Jinquer.


Hace unos días recorrimos con Vicent el entorno del Jinquer y pasamos junto al bosque de castaños, el único existente en toda la Comunitat Valenciana, puesto que las condiciones que exige este tipo de vegetación son muy exigentes en cuanto a humedad. Las fuentes siguen manando agua pero su acceso es muy difícil, al igual que el castillo. 


Las casas del Jinquer han ido desapareciendo entre la hiedra y la desolación, y tan sólo quedan las estructuras de las calles por las cuales, hace cien años, corrían las vaquillas durante las fiestas y los niños jugaban junto al río Veo y se bañaban en las pozas de aguas cristalinas. Su actual propietario nos cuenta que plantarà robles y alcornoques allí donde sea posible, y se volverá a cultivar almendros, cerezos y olivos en las terrazas perdidas donde se produce el mejor aceite del mundo.


Recuperar el Jinquer es como un homenaje a aquellos hombres que hicieron posible la vida en este rincón de la sierra de Espadán, uno de los parajes más hermosos del territorio valenciano.

Texto y fotografías: José Manuel Almerich

 

 

 

 

 

 

 


lunes, 9 de noviembre de 2020

El Secanet

El lujo de lo cotidiano

José Manuel Almerich

Salva recuerda, como uno de los momentos más importantes de su vida, cuando su familia le dijo hace veinte años - Ya no queremos volver.  Tanto sus hijos como su esposa Gema tenían claro que querían vivir en Algimia de Alfara, un pueblo pequeño y tranquilo del Camp de Morvedre. 


Con poco más de mil habitantes, Algimia se encuentra a caballo entre las sierra de Espadán y la Calderona, allí donde el valle del Palancia se abre para llegar al mar, y allí donde sus aguas riegan, desde tiempos antiguos, los pequeños huertos junto a la población. Al cultivo principal que fue durante décadas el algarrobo, el olivo y la vid, le sustituyeron los naranjos y los mandarinos, junto con otros frutales convirtiendo casi todo el término en regadío, no sólo con las aguas del Palancia, de donde provienen las acequias históricas, sino con pozos a motor. 


Precisamente esta transformación del territorio de secano a regadío es lo que le da nombre a nuestra Casa Rural, el Secanet, topónimo con el que se conocía esta calle y sus campos cercanos cuando se hacía referencia a las últimas tierras cuyo único riego era la escasa agua de lluvia en un clima mediterráneo. 



A pesar de su poca altitud, tan sólo 70 m sobre el nivel del mar, los veranos son frescos y los inviernos templados, ya que los vientos de levante entran generosamente a partir del medio día haciendo soportable el calor veraniego y permitiendo además, toda clase de cultivos. Cultivos que Salva cuida con esmero para ofrecerlos a sus clientes, porque aunque no suele hacer comidas, las cenas son un esmerado mosaico de productos de la tierra, aplicando también la filosofía de cercanía; queso de Almedíjar, tomate valenciano, pulpo del Perelló, patatas de su propia cosecha y aceite de Espadán. 




En el año 2003 Gema y Salvador compran la casa anexa a la de sus padres –todo fue por miedo, nos cuentan, porque al quedarse vacía y ambos edificios compartir un arco de carga, temían que pudiera derrumbarse si la casa de sus vecinos se abandonaba o peor aún, la derruían para construir una nueva. Por este motivo no lo pensaron dos veces y adquirieron a sus herederos la casa que fue, la del barbero del pueblo. 


Los trabajos de reforma y acondicionamiento les llevaron años, y durante ésta época aparecieron todo tipo de utensilios antiguos que el barbero utilizaba para adecentar los rostros y el pelo de los vecinos; peines, cepillos, navajas de afeitar, tazas jaboneras, brochas de pelo de jabalí, tijeras de esculpir y jarras esterilizadoras iban apareciendo en el jardín, ocultas por la maleza, cual restos arqueológicos de una civilización perdida. 


 Algunos los aprovechamos y tras limpiarlos, los guardamos como recuerdo, recuerdo de una profesión desaparecida a la vieja usanza, al igual que los espejos y los sillones de madera que todavía se conservan. 


Poco después, en marzo de 2004 es cuando deciden convertirla en casa rural de alojamiento compartido, una casa pequeña, familiar, humilde y sencilla con cuatro habitaciones pero con todas las comodidades que los huéspedes que buscan paz, pueden encontrar. 


Nuestros primeros clientes, nos cuenta Salva, fueron una familia de israelíes que decidieron conocer a fondo España ya que el padre vivía en Madrid por motivos de trabajo. Y en sus viajes por la península buscaban los lugares con esencia, esencia que sólo casas como el Secanet pueden ofrecer. Todavía los recuerdan con cariño puesto que volvieron varias veces, incluso cuando el resto de la familia visitó España.  En el libro de visitas siguen escritas las palabras de agradecimiento.
 

Gema es una excelente cocinera. Ama con pasión su trabajo y nos confiesa que el día que no disfrute cocinando, dejará de hacerlo. Por eso sus platos transmiten el cariño de una madre que prepara lo mejor para los suyos. Y si los productos son de su propio huerto, incluidas las flores de los pensamientos que decoran sus ensaladas, el placer del comensal está garantizado. 




Las gallinas pasean a sus polluelos por el huerto, los patos pequineses, collverds y pavos albinos viven en su pequeña granja, Salvador solicitó todos los permisos legales y fue declarado núcleo zoológico para tener las máximas garantías. Y entre los huertos, el patio exterior, la piscina sobre elevada por encima de los naranjales y las terrazas de las habitaciones, delicias del verano, Gema y Salvador nos cuentan su manera de entender la vida, una vida que transmiten a sus huéspedes quienes buscan sobre todo, la felicidad. 


Viajan por el mundo sin salir de su casa, por ella han pasado todo tipo de clientes que les han aportado tanta sabiduría a cambio de tranquilidad. Desde hace años, nos cuenta Gema, viene una familia italiana que se reencuentran con su hijo y su nieta. Recuerda cuando su abuela, nerviosa, iba a conocer por primera vez a su nieta, y Gema se encargó de todo, creo el ambiente, la cena, preparó la casa, para que el primer encuentro fluyera con normalidad, y así fue y desde entonces, El Secanet es también, un lugar de conciliación. 


El Secanet es una casa rural que emana fuerza interior, que con su decoración y su ambiente, transmite paz, pero también reconocen que el entorno acompaña. Se encuentra en el punto final de la Vía Verde de Ojos Negros. Aunque en su trazado original partía de las minas de Ojos Negros y llegaba al Puerto de Sagunto, el trazado acondicionado y recuperado es mucho menor, ya que se inicia en Cella (Teruel) y acaba en Algimia de Alfara. Por eso este lugar puede ser ideal para comenzar nuestra travesía, contratar el taxi que nos suba y descender por la vía hasta Algimia, y ¿qué mejor lugar donde pasar nuestra última noche? 


Aún así todos los meses tienen ciclistas que la hacen a la inversa. Llegan a Algimia desde Valencia por la Vía Churra y la Marjal del Moro hasta Puerto de Sagunto para llega al Secanet donde pasan la primera noche. Y a la mañana siguiente continúan hasta Jérica o Segorbe desde donde vuelven de nuevo al Secanet. 


El Secanet también tiene servicio de alquiler de bicicletas eléctricas, por si alguien, con mucha voluntad y menos forma física, quiere iniciarse en la aventura de recorrer a la Vía Verde más larga de España.

 

 



miércoles, 4 de noviembre de 2020

La Perellonà

José Manuel Almerich

Concluida la cosecha del arroz, y antes de que llegue la primavera, es el momento de la Perellonà, una inundación hibernal de las tierras colindantes a la Albufera, que se realiza de forma gradual y con la intervención del hombre. Un espectáculo único donde el lado vuelve a tener las dimensiones que tuvo hace 2000 años 


El lago tiene tres salidas al mar, la gola del Puchol, El Perelló y la gola del Perellonet. Es muy posible que en su origen, hace cientos de años, hubiesen más salidas de agua, pequeñas desembocaduras que solían taponarse por la arena acumulada en la playa a causa de las corrientes, y otras de mayor envergadura como el caso de El Perelló, que permitían la evacuación al mar Mediterráneo del exceso de agua en la Albufera, especialmente los años de lluvias abundantes. 


En la actualidad las desembocaduras de la Albufera que atraviesan la Devesa están reguladas por compuertas a fin de mantener el nivel del lago y evitar que el agua salada entre en la Albufera al estar por debajo del nivel del mar.

A principios de noviembre, las compuertas de las tres salidas se cierran y en unos días, el agua inunda totalmente los campos de arroz, los caminos y las marjales limítrofes, de forma que la Albufera recupera la extensión que tuvo a finales de la Edad Media. La inundación se mantendrá hasta finales de febrero, momento en que las compuertas vuelven a abrirse y los campos se quedarán totalmente secos. La finalidad es poder trabajar la tierra y dejarla preparada para la siembra del arroz.

Este es uno de los mejores momentos para recorrer el entorno de la Albufera en bicicleta. Es cuando más cantidad de aves pueden observarse ya que salen del lago y se dispersan por los campos inundados. Cormoranes en vuelo, pollas de agua, coll verds, aguiluchos laguneros, anátidas de todo tipo, garzas reales, garcetas comunes y bueyeras, algún martín pescador y grandes bandadas de estorninos, así como infinidad de aves granívoras como palomas torcaces, jilgueros y colirrojos, cruzan el cielo sobre todo en las horas del atardecer cuando el cielo, en esta época, adquiere un rojo intenso y la atmósfera se impregna de matices creando un ambiente de belleza extraordinaria.

Según nos cuentas los documentos históricos, en el año 1845 comienza a mencionarse una localidad que tiene su origen en un grupo de barracas junto al mar, aunque su existencia es muy anterior. Se trata de El Perelló, que en sus inicios surge ligado a la pesca y a la regulación de los niveles de agua. Sus habitantes viven en la cota más baja de la Albufera, en unas condiciones muy precarias, al igual que en el Palmar. La existencia del Perelló siempre ha estado ligada al municipio de Sueca, y comienza a adquirir cierta relevancia cuando se construyen las compuertas en su desembocadura. Su situación limítrofe siempre ha sido un motivo de disputas entre la ciudad de Valencia y Sueca, ya que el límite de ambos términos se sitúa precisamente en el canal. Los primeros pobladores del Perelló fueron pescadores procedentes de El Palmar junto con otras pedanías del sur de Valencia, pero poco a poco la agricultura fue ganando terreno y adquiriendo cada vez mayor relevancia en la economía de sus habitantes. Las zonas húmedas fueron desapareciendo y las marismas desecadas, a la vez que el lago se iba aterrando convirtiendo las tierras inundadas en pequeños minifundios de huerta donde las características del terreno, fértil i arenoso, hacían que los productos del campo tuviesen una calidad especial, entre ellos el tomate valenciano, cuyo sabor es inconfundible y que está considerado como uno de los mejores tomates del mundo. Hay quien opina que su sabor viene de la tierra arenosa, al cultivarse muy cerca del mar, donde la brisa marina les da un aroma especial que sólo puede conseguirse aquí, otros cuentan que es por el agua con la que están regados, procedente del lago,  y hay quien opina que es el microclima de esta parte de Valencia.

Según algunos cronistas, no se sabe a ciencia cierta si la gola del Perelló es una desembocadura natural o que fue abierta por la mano del hombre para hacer posible el cultivo del arroz. Lo más probable es que esta desembocadura existiese desde tiempos ancestrales y que se abría o se cerraba según las corrientes, las circunstancias meteorológicas o las mareas. El hombre la modificaría para adaptarla a sus necesidades, y hasta 1971, fecha en que se construyó el puerto pesquero y deportivo actual, El Perelló se denominaba la Gola, que se aterraba durante los temporales de levante en invierno haciendo posible su paso de orilla a orilla, o se abriese con la crecida de las aguas del lago. Es difícil saber el origen del topónimo, cuyo significado puede venir de “perillós” o peligroso por su ubicación ante las avenidas de agua, o del fruto del perelloner, una especie de peral cuyo fruto es idéntico a la pera. Otros estudiosos lo atribuyen al origen latino de los pereylons o pereirons, cuyo significado es fita o piedra que indicaría límite territorial de términos o geográficos, una explicación también bastante lógica.

La perelloná viene ligada a estas acciones de cerrar o abrir las compuertas. Cuando se soltaban las aguas a los arrozales procedentes del río Júcar o del mismo lago, a esta acción se la denominaba “perelloná” que sigue utilizándose por las personas mayores, y cuando el nivel de las aguas alcanzaba el punto referenciado por una fita en el Perelló, se decía que ya había alcanzado el nivel de perelloná, o nivel máximo.

Hoy en día el Perelló que da nombre a este fenómeno tan peculiar en la Albufera, es un núcleo turístico que comenzó a tener relevancia en los años sesenta, siendo una zona residencial de veraneo para la burguesía valenciana. Al igual que lo hizo Blasco Ibáñez en la Malvarrosa, o el Pintor Sorolla, el maestro Serrano se construyó una preciosa casa modernista junto a la desembocadura donde se mudó a vivir definitivamente. En sus crónicas reconoce que la mayor parte de su obra fue compuesta allí, y la belleza del entorno le inspiraba profundamente. La falta de sensibilidad hizo que se autorizase su demolición parpara construir un bloque de apartamentos en los años 80.

Antigua Casa del Maestro Serrano en El Perelló 

Hay años como este que la perelloná se retrasa por la sequía y el bajo caudal del río Júcar, pero poco a poco el lago y su entorno alcanzarán su máxima inundación invernal en unos días y las acequias van llenando de agua hasta el último rincón del parque natural. Tras la perelloná vendrá l’eixugà, que es el momento de la “fanguejà” que prepara el suelo convertido en barrizal para la plantación de arroz, y que ofrece alimento a miles de aves al remover la tierra

Tras la «perelloná» y «l'eixugà», es el momento de la «fanguejà», una práctica que además de preparar el suelo para la plantación del arroz, ofrece alimento a miles de aves en el espacio natural y que evidencia las sinergias entre medio ambiente y la agricultura

 

La “perelloná” es una práctica muy beneficiosa para los campos de arroz, pues no sólo permite al subsuelo del lago recuperar nutrientes, sino que favorece la aparición de la llamada “pulga de agua”, un pequeño crustáceo que elimina los residuos que hay en su entorno haciendo que las aguas del lago recuperen su aspecto cristalino. Esta actividad conlleva que, desde la superficie se pueda observar con detalle el fondo de La Albufera, algo que no sucede durante el resto del año debido a la gran cantidad de nutrientes que se concentran en su interior y que le dan un aspecto turbio.

La “perelloná” es una práctica de riego que tiene acciones similares en otras partes del mundo. De hecho, ya el propio Herodoto describía en sus crónicas sobre Egipto, que los campesinos que trabajaban los terrenos cercanos al cauce del Nilo utilizaban sus crecidas para programar sus cosechas y propiciar el depósito de nutrientes como el limo y el lodo, al tiempo que aparecían pequeños insectos que propiciaban la limpieza de sus aguas.

Tenemos que aprovechar el momento, ya que este cambio en el paisaje se produce sólo durante unos meses. Luego vendrá la plantación del arroz y tras la recolección del grano los campos volverán a quedar secos hasta el invierno. Son los ciclos agrícolas, que van parejos a los ciclos de la vida. El hombre, durante generaciones, se ha adaptado a los ciclos de la naturaleza, y éstos a su vez, con el tiempo y la cultura, han sido condicionados por él. Por eso este paisaje es mas obra del hombre que de la naturaleza. Adaptado a sus necesidades, el lago de la Albufera sigue siendo la referencia de miles de aves en su viaje migratorio, y las inundaciones anuales son la clave de la biodiversidad.

Aprovecha estos días y da la rodea en bici la Albufera. Con un desnivel acumulado de apenas cuatro metros, la sensación es de rodar sobre las aguas.  Un privilegio para los vecinos y visitantes, tener este paraíso tan cerca.