domingo, 27 de agosto de 2017

El naufragio de la Guadalupe



 La tragedia que cambió la historia de Dénia
 José Manuel Almerich


Vino, caldo caliente, mantas y aguardiente fueron lo único que los habitantes de Les Rotes pudieron ofrecer a los supervivientes de uno de los naufragios más dramáticos de la historia del Mediterráneo.

La fragata Guadalupe era un navío de guerra de la Marina Real Española botada en la Habana en 1786 y hundida en las aguas de Dénia en 1799. Tenía 164 pies  (45 m) de eslora por 44,5 (13 m) de manga y un casco de seiscientas toneladas forrado de cobre. Estaba equipada con 34 cañones y numeroso armamento, entre el que figuraban fusiles, bayonetas, espadas, cuchillos y hachuelas de abordaje, además de sesenta granadas de mano y otros tantos frascos de fuego. En el momento del naufragio, tenía una dotación de 327 hombres al mando del capitán de fragata Juan de la Encina y en aquel terrible suceso perdieron la vida 147 tripulantes que no pudieron llegar a nado a pesar de haber encallado a tan sólo cien metros de la costa. 


Huyendo de dos buques ingleses que le duplicaban en armamento desde les Illes Columbretes, el Centaur, un navío de 74 cañones y el Cormorant, una corbeta de 20 cañones, la fragata Guadalupe navegaba a toda vela en mitad de una fuerte tempestad, y ante la imposibilidad de refugiarse en el puerto de Dénia por su escaso calado, siguió hacia el sur e impactó contra las rocas quedando encallada a las cuatro de la madrugada frente a la punta del Sardo, muy cerca de la punta Negra, entre la Marineta Cassiana y el Cabo de San Antonio. 

 

Eran tiempos convulsos, de guerra contra el Imperio Inglés e inseguridad en el mar. Por ello, entre las funciones de la fragata Guadalupe estaba la de vigilancia de la costa ante los asedios piratas y la armada inglesa que acosaba el litoral peninsular. El día antes de su naufragio avistaron a los buques enemigos unas cien millas al norte, junto a les Columbretes. 


La Guadalupe fue perseguida por los ingleses durante 24 horas hasta que consiguieron sacarles ventaja aprovechando su menor peso y los fuertes vientos del noroeste. En estas condiciones la fragata no pudo maniobrar y, al no poder entrar en el puerto de Dénia, se embistió contra los fondos rocosos antes rebasar el cabo de San Antonio. El impacto fue tal que algunos marineros cayeron al agua desde la proa sobresaltando al resto de que estaban descansando. 


En un principio la tripulación no fue consciente del peligro y algunos marineros pudieron alcanzar la costa a nado para pedir ayuda. Los habitantes de Les Rotes enviaron un mensajero a lomos de un mulo a comunicar el hecho y toda la población de Dénia, incluido el cura, acudieron al lugar donde estaba encallada la nave, pero no pudieron acercarse ante el fuerte oleaje y el grueso de la mar. 


Con las primeras luces del día pudieron darse cuenta de la gravedad de la situación ya que era imposible prestar auxilio ni por tierra ni por mar. Hacia el medio día, el barco ya tenía varias vías de agua y la tripulación lanzó al mar los cañones, la munición y todo el armamento en un intento desesperado de elevar la línea de flotación. A la cuatro de la tarde, doce horas después de encallar, un golpe de mar partió la fragata en tres partes convirtiendo su entorno en un amasijo de maderas rotas, cabos, planchas de cobre y tablones con clavos que descarnaban, literalmente, a los marineros que desesperados se lanzaban al agua para alcanzar la costa. 


Los dianenses contemplaron impotentes como la nave, batida por la fuerza de las olas, se iba haciendo añicos y sus tripulantes eran destrozados por los envites del mar y los clavos de las maderas. Uno de ellos, precisamente un preso llamado Andrés Martínez, consiguió llegar milagrosamente a la costa y, ante la incredulidad de la población, cogió un cabo largo y volvió a meterse en el agua, para lanzarlo a la proa de la Guadalupe y de este modo, fijar una línea de salvamento por la que muchos marineros aferrándose a ella consiguieron salvar la vida. 


Según relata mosén Francisco Palau, testigo del suceso, a pesar de que la población dianense se volcó en rescatar a los náufragos, el resultado final fue terrible: hubo 107 muertos y 40 desaparecidos inicialmente, cuyos cuerpos el mar sacó a la orilla durante los días siguientes. El cura de Dénia dio orden que los muertos fuesen enterrados en zanjas allí mismo, en los terrenos que ocupa en la actualidad el camping los Pinos junto al barranco de la Raconà, que, desde entonces se llama barranco de la Guadalupe. Tan solo una sencilla cruz de madera les ha recordado durante dos siglos. 




A partir de este momento cambió la historia de Dénia. El rey obligó a los Duques de Medinaceli, dueños del Señorío, a realizar las obras de drenaje para aumentar el calado del puerto, y ante la negativa de la Duquesa  a dragar la dársena, la ciudad pasó a formar parte de la Corona. Acababa así el sistema feudal en Dénia.  Carlos IV había perdido una de sus más importantes fragatas de guerra y cuya misión principal era defender las costas del reino de los piratas ingleses. Paradójicamente el comercio inglés fue el que, décadas después, aprovechó esta ampliación del puerto al convertirlo en la base comercial para la exportación a Inglaterra y América, de la uva pasa cultivada en los valles y montañas de la Marina Alta. 


 

Con motivo de mantener la memoria histórica y en recuerdo de aquellos infelices, nos acercamos en catamarán hasta el lugar del naufragio, un día frío y gris de finales de marzo. Con una mar encrespada y el mismo viento que la hizo naufragar, seguimos la singladura de la fragata Guadalupe desde la bocana del puerto hasta el lugar de la tragedia. 




Todavía hoy, los días de fuerte temporal, el mar de Dénia saca a la playa restos de maderas ensambladas, clavos oxidados, tejas de arcilla y sellos impresos de los más de un centenar de naufragios documentados que tuvieron lugar a lo largo de la historia en las costas dianenses. Una historia de marineros y comerciantes, de valientes aventureros que hicieron universal esta ciudad que, tras dos mil años de historia y a la sombra del Montgó, sigue mirando con respeto los embates del mar.