martes, 28 de julio de 2015

Islandia

La energía intensa de la tierra
José Manuel Almerich




Un haz de rayos de sol entran con fuerza a través de la estrecha ventanilla del avión. Mientras intento salir de la somnolencia propia de los largos viajes, agudizo la vista con la intención de ver desde el aire el Vatnajökull, el mayor glaciar de Europa. Son casi las dos de la madrugada y el sol de medianoche deja de percibirse en el momento que el avión desciende y atraviesa hasta cuatro espesas capas de nubes. El camino del aeropuerto hacia Reykjavík serpentea entre lava negra recubierta de musgo fosforescente bajo un cielo gris plomizo, pero con un aire limpio y puro, una luminosidad extraña que desconcierta por su claridad. Fumarolas inquietantes a uno y otro lado crean un ambiente surrealista mientras una densa y fina lluvia empapa tu cuerpo sin darte apenas cuenta. 


Islandia, el último espacio virgen de Europa, es un territorio inmenso, sobrecogedor, uno de los espectáculos naturales más fascinantes del planeta, una isla de hielo y fuego donde el hombre se siente insignificante en mitad de una naturaleza hostil e indómita a la que sientes estremecer bajo tus pies. 


 

La isla, en su mayor parte deshabitada, se sitúa en la gran dorsal atlántica, la gran falla que separa las placas europea y americana, y cuya distensión a razón de 7 cm al año ocasiona que la energía interna de la tierra todavía caliente salga al exterior en forma de volcanes, fuentes calientes, géisers y solfataras, algunas de hasta 50 kms de anchura. Geológicamente Islandia es un país joven, tiene apenas 20 millones de años y la décima parte de su superficie está cubierta de glaciares. Se han contabilizado más de 200 volcanes, 30 de ellos activos. Sólo el Hekla ha tenido más de veinticinco erupciones en los últimos años, algunas de ellas de consecuencias dramáticas y siempre acompañadas de violentos terremotos. Si además, las erupciones se producen bajo la espesa capa de los hielos glaciares, las efectos pueden ser muy destructivos ya que los inmensos bloques y el hielo derretido arrasan implacablemente todo a su paso.  


 

“Vivir en una isla caliente implica un temor constante, pero también tiene sus ventajas”, me comentaba plácidamente un farmacéutico gallego afincado en Akureyri mientras compartíamos una pequeña piscina de aguas termales. No sé exactamente si se refería a su joven acompañante, una nórdica, casi albina, de ojos verdiazules o al placer de la relajación entre aguas sulfurosas, ricas en minerales, y cuyo baño es una de las sensaciones más intensas que he sentido jamás. Práctica obligada en un país con apenas dos horas de luz en invierno y cuya relación social pasa por el baño diario en las piscinas y la sauna. 




 
Islandia posee unos 800 manantiales de agua caliente, cuya temperatura en superficie oscila entre 80 y 100 grados. En 1930 comenzó a utilizarse por primera vez la energía geotérmica para la calefacción de las casas y desde entonces ya no habido vuelta atrás. El 95 % de la calefacción doméstica e industrial viene de esta energía limpia y renovable, a pesar del aspecto tenebroso de sus instalaciones y el impacto en el paisaje. En Islandia, el grado geotérmico de la tierra (la profundidad que hay que descender para que la temperatura ascienda 1 grado) es de 10 metros, mientras que en el resto del planeta es de 33 m como media. Por este motivo, la temperatura de 100 grados se alcanza descendiendo 1000 m. El magma caliente está aquí mucho más cerca de la superficie y el vapor de agua en algunos casos alcanza los 340 grados centígrados a apenas dos kilómetros de profundidad.


 

Si este vapor, procedente de aguas de lluvia y manantiales, no tiene salida a la superficie, permanece en bolsas atrapado entre capas permeables sobre una cámara magmática y alcanza elevadas temperaturas puede, por medio de perforaciones idénticas a un campo de petróleo, canalizarse hacia la superficie y enviado a turbinas generar electricidad. Si la temperatura es baja, entre 60 u 80 grados su extracción se destina a la calefacción de viviendas por medio de pozos de producción que alcanzan los 200 m2/h ya que por debajo de 120 grados centígrados no es posible producir electricidad a un nivel aceptable. 

 

El gobierno de Islandia es consciente del gran potencial sin explotar en la generación de energía geotérmica e hidroeléctrica y por ello tiene la intención de atraer inversiones en industrias que requieran gran consumo de electricidad. En la década de los sesenta se construyeron cerca de Reykjavík una planta de fabricación de aluminio y otra de sílice de hierro. También se instalaron empresas de cemento y fertilizantes de nitrógeno y ferrosilíceos. La elaboración de polvo de diatomita en sílica, una de las sustancias más utilizadas en el mundo en base a los esqueletos de un alga abundante el fondo del lago Mýtvatn también necesita un elevado consumo de energía eléctrica que procede de la cercana central geotérmica de Krafla. 



La central geotérmica más conocida y visitada se encuentra a apenas 50 km de la capital, en la península de Reykjanes. En mitad de un campo de lava se levantan las instalaciones que destacan por sus enormes fumarolas de vapor emergente y junto a un lago de color azulado donde la gente se baña con el rostro embadurnado de barro blanco en el ambiente más extraño e irreal que podamos imaginar. 


Los primeras centrales geotérmicas de alta temperatura fueron construidas en Italia en el año 1903 en la región de Larderello, cuya potencia en la actualidad alcanzan los 400 MW. En el área de Mýtvatn, al norte de la isla, tiene lugar la mayor actividad geotermal de toda Islandia y allí se establecieron en 1965 las dos centrales geotérmicas adquiridas posteriormente por la National Power Company Landsvirkjun para abastecer la creciente demanda de electricidad tanto para uso industrial como doméstico. En 1983 se aprobó una nueva ley al respecto de la energía con la concesión a Landsvirkjun para toda la isla y con la participación del estado en un 50%, la ciudad de Reykjavik en un 45% y la población de Akureyri con el 5% restante.



La estación de Bjarnerflag, a tan solo 4 kms de Reykjahlid, fue la primera central geotérmica levantada en Islandia para producir energía eléctrica a la ciudad de Akureyri y sus alrededores. Constaba de una vieja turbina de 3MW adquirida de segunda mano a una industria azucarera escocesa. Con la nueva ley de 1983 pasó a manos de Landsvirkjun y está controlada por la central de Krafla. Krafla, cerca del volcán del mismo nombre, es la mayor de todo el norte de la isla y fue construida por el estado entre 1975 y 1977. En un primer momento esta polémica central fue diseñada para mover dos turbinas de 30 MW cada una, pero como no se necesitaba tanta electricidad, una de las turbinas no fue ni desembalada de su caja hasta este año en que ha sido finalmente instalada. Landsvirkjun, la empresa pública propietaria de ambas centrales, Bjarnerflag y Krafla, juega un importantísimo papel en la vida y en la economía del distrito de Mýtvatn. En ella trabajan dieciseis personas altamente cualificadas y garantiza el suministro eléctrico de agua caliente y calefacción doméstica, luz y vapor para mover las turbinas de la fábrica de diatomitas. Durante el corto verano da trabajo a jóvenes que ayudan a mantener y mejorar el entorno afectado por la central, repoblación allí donde es posible y regeneración del paisaje. También cultivan la tierra aprovechando el calor generado en invernaderos y la protegen de la erosión cumpliendo el compromiso de la central con el entorno natural.



Hay quién dice que Islandia es el último territorio europeo donde el hombre todavía debe luchar por sobrevivir antes que por proteger la naturaleza. Esta impresión a priori cierta, desaparece cuando contemplas la inmensidad del territorio islandés y sientes la fuerza intensa del paisaje. Con apenas 240.000 habitantes este país prácticamente deshabitado tiene que salir adelante utilizando sus recursos energéticos en un entorno hostil y el compromiso de conservación de una isla única, indómita y tan desconocida como lo ha sido desde el origen de la tierra. 



lunes, 29 de junio de 2015

Transilvania

Un viaje en bicicleta por los Cárpatos
José Manuel Almerich

Desde hacía años tenía en mente cruzar la cordillera de los Cárpatos en bicicleta de montaña. Una obsesión como geógrafo para ver y sentir, la naturaleza inalterada de una Europa confinada, primitiva y rural, donde las entrañas de sus bosques esconden, todo tipo de vida.



- I Know all of you 

Con la contundencia y seriedad de estas palabras se dirige a mí Lucián, instructor de montaña del ejército rumano. Lleva una hora esperándonos en el pequeño aeropuerto de Baneasa, cerca de Bucarest, para trasladarnos a Zarnesti, un pequeño pueblo en el corazón de los Cárpatos. Nuestro propósito es intentar cruzar en bicicleta la cordillera más importante de Rumanía y una de las cadenas montañosas más desconocidas del mundo.

Doce horas hemos tardado en llegar desde Valencia a este recóndito lugar, un amplio valle al sudeste de la misteriosa e inquietante región de Transilvania. Porque si Zarnesti es un pueblo apartado a los pies de un imponente macizo, Piatra Craiului, mucho más lo son las aldeas y granjas dispersas en sus bosques, bosques como jamás he visto y que parecen esconder en sus entrañas todo tipo de vida. Estamos ante las montañas más apartadas del viejo continente, regiones salvajes ancladas en el tiempo, territorios vírgenes donde la presencia del hombre es apenas una anécdota en el paisaje y cuyas cicatrices en la tierra se limitan al estrecho y curvo filo de la guadaña o las grafías de las ruedas tiradas por caballos sobre los prados de altura. El queso, la leche, el pan y los productos de esta tierra embarrada, tienen en su sabor la esencia del esfuerzo y también, la amenaza del hambre cuando los inviernos se muestran implacables. 



Desde hacía años tenía en mente cruzar los Cárpatos en bicicleta de montaña. Una obsesión como geógrafo para ver y sentir, la naturaleza de una Europa inalterada. Una Europa confinada, primitiva y rural, testimonio de nuestro pasado no tan lejano, símbolo de la lucha del hombre por la supervivencia. Acompañado de mis mejores amigos, de esos que han costado de encontrar toda una vida, inseparables compañeros de viaje y dispuestos a sufrir a tu lado todo tipo de inclemencias, nos lanzamos casi a ciegas, a recorrer estas soberbias montañas. Andrea y Dani fueron nuestros guías rumanos y en ellos depositamos toda nuestra confianza por las oscuras sendas de los hayedos más densos del mundo.


La cordillera de los Cárpatos es una de las mayores cadenas montañosas del continente europeo. Forma un inmenso arco de 1500 km de longitud y unos 150 km aproximados de anchura a lo largo de las fronteras de Austria, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Ucrania, Rumanía, Serbia y el norte de Hungría. Tiene un tamaño tres veces superior a los Pirineos, aunque no alcancen tanta altura. Al igual que los Alpes, los Cárpatos son de origen alpino y se levantaron hace unos 26 millones de años. Su modelado, de cimas suaves y redondeadas, cubiertas de bosques primarios de incalculable valor para la humanidad, se debe a las erosiones glaciares y a los valles fluviales. La cumbre más alta de toda la cordillera es el Pico Gerlachov que se alza a 2654 m y se encuentra en los montes Tatras, que es la parte eslovaca de los Cárpatos. A pesar de su altura relativamente moderada, tanto el paisaje como la sensación cuando los atraviesas, es totalmente alpina ya que la altitud queda compensada por la latitud. La vertiente sur de la cordillera se divide en dos cuencas: la Panonica y la Transilvana, siendo esta última las más elevada y a la que dedicaremos nuestro esfuerzo.


Piatra Craului
 
Comenzamos nuestra travesía una soleada mañana de finales de primavera a los pies de la inmensa mole de Piatra Craului que domina el valle donde se ubica Zarnesti. Los bosques de Zarnesti son el último santuario del oso europeo y cuyo número se calcula en unos seis mil ejemplares. Andrea nos advierte que no salgamos del camino y que si surge algún apretón, seamos rápidos y sin escondernos en la espesura. Con estas advertencias en la mente y rodeados de caballos percherones, recorremos las primeras colinas y llegamos a Vulcan donde una iglesia fortificada nos llama poderosamente la atención, puesto que conserva íntegramente las murallas medievales que envuelven el recinto sagrado y recostadas sobre ellas, las antiguas casas con techumbre de madera. Durante días enteros pasaremos por hayedos que son ejemplos notables de cómo se colonizó un territorio tras la última glaciación, reservas genéticas de especies botánicas asociadas y donde se pueden observar los procesos ecológicos más completos y exhaustivos de los bosques primigenios ya casi desaparecidos en el resto de Europa. Y eso a pesar que de los bosques rumanos surgieron los postes de madera que sustentan Venecia, de la misma manera que la mano de obra ha levantado con la emigración, la construcción en Europa.



El paisaje rural de Rumanía es, a nivel humano, como la España de principios del siglo XX. De vez en cuando algún viejo Renault 12 rompe el silencio que a veces es tan absoluto, que durante horas sólo se escucha el sonido de los campesinos afilando las guadañas. Esa misma noche observaremos completo por primera vez, un eclipse lunar. Cinco horas después, como no hay cortinas en las habitaciones, el sol te despertará con toda su fuerza.



Seguimos nuestro camino recorriendo las partes altas del macizo y volvemos a los valles tan sólo para dormir. Familias enteras trabajan la tierra y se preparan para el invierno. La hierba es cortada y amontonada para poder alimentar al ganado cuando las nieves cubran los pastos y los niños, con apenas siete años, trabajan en el campo con sus padres. 



Durante la ruta las iglesias ortodoxas salpican el paisaje aunque a veces, la altura de los árboles no dejará ver sus cúpulas. En su interior, un micro universo aislado, medieval, cerrado por iconostasios dorados donde se suceden, en orden histórico, las imágenes de origen bizantino que representan a los Padres del Concilio, los Santos, la Virgen y los Apóstoles. Un entorno sagrado donde no se nos permite, cruzar la puerta santa. En las cuevas se conservan también, monasterios de una humildad y pobreza extremas. Allí se refugiaron los monjes, huyendo de los tártaros y parece que de las paredes de la gruta emanan todavía, los cantos de los popes. Cirios, velones, iconos de rostros aureados, pinturas en la roca, cruces ortodoxas y el humo de las lamparillas crean un ambiente entre mágico y sacrosanto difícil de describir. Con la luz que emana de la llama de las candelas encendidas durante siglos dejamos testimonio escrito de nuestra presencia.
 
 

Paso de lobos
Hoy cruzaremos un cañón cuyo único camino es el lecho del río. No recuerdo los kilómetros que tuvimos que pedalear con el agua por las rodillas, pero superamos la docena. Un grupo de amigos de los pueblos cercanos nos acompañan en esta durísima etapa que me pasará factura el resto del viaje. Nos cuenta Dani que este estrecho cañón entre las montañas de Fundata, Fundatica, Dambovicioara y Ciocanu es un paso de lobos. Que a finales de año manadas enteras cruzan por el desfiladero que forma el río, porque es el único paso posible en sus migraciones entre zonas distantes de los Cárpatos.

- Hacer un vivac a la espera es emocionante -dice Dani- porque las noches de luna llena ves las manadas pasar silenciosas en pequeños grupos familiares, seis, diez, doce… Todos los rumanos respetan este paso y ningún ser humano osará hacerles daño mientras crucen en su migración anual en busca de comida. Y comeremos nosotros también, invitados por un buen amigo en el jardín de su casa de Magura. Sin vino esta vez pero con polenta, una especie de pasta de harina rellena de queso. Un queso fuerte y graso que también es, la esencia del paisaje.


Vlad the Impaler
 
A la mañana siguiente pasaremos por la población de Bran, dominada por el castillo de Vlad III el Empalador, príncipe de Valaquia. Conocido en todo el mundo como el conde Drácula, todo se debe a una novela de terror escrita por el irlandés Bram Stoker sobre un vampiro que viaja desde Transilvania a Londres a fin de someter al mundo. Se dice que Stoker fue asesorado por un amigo húngaro que le contó la vida del noble rumano quien torturaba a sus enemigos con uno de los mayores padecimientos a los que se puede someter a un ser humano, el empalamiento. Vlad III fue uno de los tres hijos legítimos de Vlad Dracul y un gran luchador contra la expansión del Imperio Turco. Su fama le viene por la extrema crueldad con todo aquel que cometía algún delito o le traicionaba. La visión de cientos de empalados desde lejos cuando se acercaban al castillo, disuadía a los ejércitos otomanos que jamás pasaron la frontera. Esa noche, por si acaso, dormiremos lejos, en un alojamiento alejado, el más solitario y aislado de toda la ruta. No hay nadie en la casa ni a kilómetros de ella. Un refugio de montaña en lo alto de una colina donde el viento y las tormentas no cesarán en toda la noche.



Desde Magura, el lugar donde hemos pasado la noche, saldremos a la mañana siguiente. Un grupo de niños con quienes estuve jugando el día anterior ya están desde muy temprano con el rebaño de ovejas y el mayor, cortando hierba con la espadaña. Viven solos con su madre y su abuela quienes, alcoholizadas, hacen lo que pueden por salir adelante. De su padre, nadie sabe nada. Su casa es pobre, de madera con techumbre de zinc y construida en una ladera de acusado desnivel
 
Tras un vertiginoso descenso entre hayedos inmensos que no dejan pasar la luz del sol, llegamos al fondo de una garganta donde el verde del bosque da paso al gris negruzco de las paredes de roca caliza. Distingo algunas vías de escalada y pasos difíciles que van quedando atrás hasta alcanzar un refugio con una gran cruz de metal en memoria de dos montañeros a quienes alcanzó un rayo en el interior. Al final del cañón un duro ascenso nos lleva de nuevo a la las colinas soleadas cubiertas de abetos. Una estrecha senda nos obliga a subir con la bici al hombro durante varios kilómetros hasta que alcanzamos los prados de altura. Hemos pasado de un bosque templado a un paisaje alpino. La vegetación también ha cambiado ya que aquí las especies se han adaptado al frío dejando más abajo, las caducifolias. Me comenta Dani que las vacas en esta zona producen leche de primera calidad porque comen plantas y flores aromáticas cuyo sabor transmiten a la leche. Estamos cruzando la carena, divisoria de aguas, por donde transcurrían los antiguos límites entre el Imperio Otomano y el Imperio Austrohúngaro. Descendemos con rapidez de nuevo, hacia los paisajes humanizados cuyos campos cultivados convierten el paisaje en un mosaico de color. Esa noche dormiremos en Moieciu de Sus, cuyos habitantes nos reciben con tacos de queso curado y Sura de Polinca, una especie de licor fuerte de ciruelas. 

Buena cena, buen desayuno y buen alojamiento. Poco más podemos pedir en una casa construida íntegramente en madera. Estoy convencido que la han levantado ellos mismos, por eso los rumanos cuando emigran a otros países se atreven con todo tipo de trabajos. No obstante, esto también tiene sus problemas, ya que la falta de especialistas hace que las casas tengan numerosos defectos.


Brasov
 
A la mañana siguiente llegaremos a Brasov, una de las ciudades más interesantes de Rumanía y la mejor conservada de Transilvania. Con aire italiano, Brasov tiene numerosos palacios y casas señoriales, está totalmente amurallada y su perímetro responde a la ciudad original. Muy similar a Florencia, en Brasov se funden todos los estilos artísticos: barroco, gótico y renacentista. Es un milagro que se haya mantenido en pie tras la dictadura de Ceaucescu que no le tembló la mano para arrasar Bucarest y destruir su casco antiguo. Quizás aquí fue su población sajona, alemanes que emigraron a Transilvania, los que hicieron que Brasov se conservase íntegra. Pasaremos dos noches en un buen hotel, céntrico y confortable, puesto que dejamos para el último día, un treeking por el Seven Ladder Canyon, una cicatriz en el corazón de la Piatra Mare, la última estribación de los Cárpatos antes llegar a la depresión de Brasov, que marca el final de las montañas y con ellas, el final de nuestra travesía. Las bicis en esta ocasión, nos servirán para aproximarnos al gran cañón y las dejaremos escondidas entre la vegetación. Esa misma noche volverán a sus cajas de cartón y con ellas, regresaremos a casa.


 
Las montañas de Rumanía, al igual que el resto de las montañas del mundo, son los últimos espacios vírgenes del planeta. Son tierras de eterna belleza con sus campos de labranza y elevadas cumbres. Al margen de Europa y lejos de la economía desarrollada, osos, linces y lobos se esconden en sus bosques. Y mientras en las ciudades no puedes perder de vista ni la menos valiosa de tus propiedades, en los pueblos de Transilvania las llaves siempre están puestas en las cerraduras. Cuando viajamos a pie o en bici por las montañas, somos absolutamente diferentes a cuando estamos en las ciudades. Aquí nuestros sentidos se agudizan y te hacen estar siempre alerta, porque viajar, esforzarte, abandonar tu entorno cotidiano en busca de lo desconocido, no es más que la expresión física de nuestros sueños, de poner en práctica nuestras emociones. Y por eso escribimos también, para compartirlas y para hacerlas sentir.


En pocos lugares de Europa podremos observar un modo de vida tan medieval y quizás, los Cárpatos sean ese eslabón cultural y natural con el mundo antiguo. Caóticos, emotivos e irreverentes, religiosos también, los rumanos o hijos del pais de roma se consideran en gran parte, descendientes de los Dacios, una de las tribus de Tracia ya mencionadas por los geógrafos griegos como los habitantes de las llanuras más allá de las selvas.

Detrás nuestro va quedando el mar de bosques que asciende desde el fondo de los valles hacia las laderas de las montañas. Y allí, en apariencia vacío de rastro humano, quedan las iglesias ortodoxas, las casas de madera, los pueblos medievales y nuestros amigos. Porque así los consideramos desde el primer momento, quizás porque ellos ya lo sabían todo sobre mí. 


La última cena en Brasov fue emotiva y conmovedora. Fuimos invitados por Andrea y Dani, para quienes supuso un esfuerzo importante puesto que los precios eran parisinos. Pocas veces he visto a un guía de montaña emocionarse ante una despedida y soltar alguna lágrima mientras nos abrazamos. Porque cuando has visto llorar a un guía entiendes de inmediato que éste no ha sido un viaje convencional, que parte de ti se queda en Transilvania, y parte de Andrea se ha venido con nosotros.


 
Y como siempre, ahí van las fotos.
Espero que os gusten

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miércoles, 21 de enero de 2015

El germa Romaguera

José Manuel Almerich



El varem coneixer durant una excursió amb bici. No trobàvem el camí de tornada, encara que sabíem que anàvem ben orientats. Fosquejava i, com sempre, duiem al llimit les hores de llum. Al final de la pista, una estranya construcció, mitat ermita mitat caseta de camp, pareixia habitada. Una tènue llum era visible des de baix pel que vam decidir acostar-nos. L’accés a la casa estava obert. Una campana sobre l’estreta senda quedava penjada d’un arc oxidat a manera de porta. Vaig decidir pujar mentres la resta del grup es va quedar esperant-me.

Mai oblidaré la primera imatge que vaig tindre de Romaguera. Recolzat en la paret de l’oratori, rosari en mà, la barba llarga i gris, vestit amb un carcomit hàbit de franciscà, dormisquejava plàcidament mentres les últimes llums del dia retallaven el seu perfil. Al fons, el Benicadell ressaltava l’escena com un quadro surrealista on el temps pareixia haver-se detingut.


No va paréixer sorprendre’s quan va obrir els ulls, a pesar del meu aspecte d’haver caigut en paracaigudes. Casc, motxilla, gore tex blau i ajustades malles negres no era precisament la indumentària més adequada per a presentar-se davant d’un ermità que acabava de despertar, meditar deia ell, d’un profund ensonyament i vivia en la més remota soledat. 


  
- Che! Qui eres? d’aon bens? Que és aixó que dus al cap?

- Pare, sent haver.el molestat. Ens em perdut i no trobem el camí per anar a Benigánim.

- No soc pare, soc germà. l’Esglèsia no em reconeix, però collins soc franciscá i vixc en la pobrea i soletat com a ermità. Tu qui eres, un marcià?

- No pare, dic germà. Soc ciclista i ens agrada recórrer la muntanya amb la bici.

- Che, no degeu estar molt be del cap. Per aixó dus eixe gorro tan estrany de plastic roig. A estes hores per la serra, no teniu per als rabosots?

- No germà. Tenim por a quedar-se sense sopar.


Romaguera ens va indicar el camí de volta, una antiga via pecuària ja coberta per la vegetació. Quedarem en tornar un altre dia a menjar amb ell, més per curiositat que per agraïment i així poder conéixer-lo millor. Porteu xulles i vi -ens va dir- i que sobre quelcom. Jo vos prepararé les brases.

Vam tornar en petit comité un parell de vegades mes: parlava i parlava sense parar, propi dels personatges solitaris que passen setmanes sense veure a ningú. En una ocasió estava fent ell només una processó per la muntanya. Li ajudarem a portar la xicoteta verge al coll i la passejarem per la serra. Ens va obligar a cantar. El nostre amic Andrés, escèptic total, no sabia si estava somiant o veient el rodatge d’una pel·lícula de García Berlanga. La processó presidida per Romaguera era, això sí, multicolor. Els improvisats confrares vestien maillots grocs i cascos de colors. La mare de Deu de la Solana, inventada pel propi germà, podia sentir-se privilegiada davant de semblants devots, jóvens i fibrosos. 



Li portarem el menjar. Romaguera va preparar el foc a mitjan matí i va torrar en les brases les xulles a la nostra arribada. A la volta de l’excursió, un grup d’amics en bon ambient i harmonia, acompanyarem a l’ermità en què, probablement, va ser un dels dies més feliços de la seua vida. Cantava sense parar, pujava damunt de la taula, es va beure ell només la botella de Fra Angèlic.

- Este és un germà com vosté -li vaig dir- que també viu tot sols en la muntanya i fa licors.

- Che que bo! Fa gustet a avellanes!

Ens va comptar les seues experiències en televisió, en cròniques marcianes, com es burlaven d’ell quan ho assentaven en el plató de Tele 5 o Canal 9 junt amb transvestits, prostitutes, periodistes mediocres i gent de mal viure, com deia ell. Ens va comptar també com anaven a buscar-li a l’ermita, en taxi, i li pagaven l’estada en bons hotels que ell mai haguera imaginat. Se sentia defraudat perquè totes les seues paraules, tots els seus arguments, eren manipulats i tan sols extreien fora de context les frases mes punxants, les que eren objecte de burla o d’acudit fàcil.

- No torne més allí germà. La televisió només li farà mal. També aquella vegada que es va trencar els dos genolls per voler botar un bancal, i havia de penjar-se d’un olivera per a fer les seues necessitats fins que li van trobar i li van portar a l’hospital. I com apedregava aquella retro que a poc a poc anava devorant la seua muntanya.
Li vam fer diversos regals que van arribar a emocionar-li: un forro polar, un gorro de llana, uns guants per a l’hivern, una gran foto seua emmarcada, un llibre en què es parlava d’ell i apareixia la seua foto.

- Che, si soc jo! Com pot ser? En un llibre! I estirava la pàgina per a comprovar que no era un imatge apegada. Romaguera va plorar. Va plorar d’emoció perquè va veure que encara hi havia gent que li apreciava i perquè no érem com la resta que es mofaven d’ell o els moteros que moltes nits li entraven a l’hort per a espantar-li i destrossar-li les plantes. Ni com aquells que anaven allí a tafanejar i burlar-se com si fóra un personatge de comèdia.

Es va despedir de nosaltres cantant, no sense abans ensenyar-nos el sepulcre que s’havia excavat en la roca. Calia veure-ho. Vint anys treballant amb pic i pala perquè el dia de la seua mort fóra soterrat allí. Un enorme clavill obert en la paret de la muntanya. 



 Els meus amics ja no ho van tornar a veure. Jo vaig anar a visitar-lo un any després per Nadal, acompanyat tan sols de dos dels meus millors amics. Feia molt de fred i plovia. La boira ocultava per complet la serra de la Solana i a penes es podia distingir l’ermita. Va eixir a rebre’ns amb el seu hàbit de franciscà, la barba llarga i gris, i un paraigues vell amb un gran forat pel qual es colava l’aigua i li mullava la cara. Es va alegrar de veure’ns. Vam menjar amb ell, vam beure vi i preparem un café en el rando.

- Che que bo! Café calent! Com pot ser que d’un aparatet tan xicotet eixca un café tan bo?

Romaguera va tornar a plorar. Ens va comptar el drama de la seua vida, i el drama també de la seua vida interior. Va ser jugador de futbol i també obrer. Va tindre una nóvia a qui va voler, va deambular per Portugal i al final les circumstàncies li van convertir en captaire. Déu li va cridar -ens deia- i el dimoni li temptava. Va arribar per casualitat a Benigànim on li van cedir una parcel·la apartada en la muntanya per a construir-se la seua ermita, i per fi allí, va aconseguir la pau que mai va tindre. Ens va agrair molt emocionat la visita en una vesprada com aquella, en la que estar tot sol t’esgarra l’ànima. La nit següent, nit de Nadal, la passaria amb els pobres, més pobres i sols que ell, davall un pont qualsevol del llit del Túria. Tots els anys ho feia, a pesar de les protestes de l’Església que per fi li havia reconegut com a membre de l’Orde Franciscana. 



El germà Romaguera ens va causar una profunda impressió. Des de l’Edat Mitjana, personatges com ell, visionaris, eremites, bojos o captaires en la busca constant de la pau amb si mateixos, es retiraven a llocs apartats en la soledat més absoluta per a dedicar la seua vida a la contemplació. L’oració i la meditació ocupaven la major part del seu temps, i la resta ho dedicaven a cura de xicotets horts en les proximitats d’alguna font per a poder subsistir. Dormien a coves o aprofitant xicotetes construccions de pedra seca sovint alçades per ells mateixos. Quan algun noble s’apiadava d’ells, els cedia algunes terres i allí fundaven un convent amb altres ermitans que seguien el mateix exemple i la mateixa forma de vida. Un miracle atribuït, una invenció oportuna, una relíquia falsejada i el lloc es convertia en centre de pelegrinatge. A vegades, quan la comunitat aconseguia certa importància, el privilegi real o una butla papal feia la resta. I així es va forjar la història religiosa del nostre país, des de les xicotetes ermites perdudes en les muntanyes fins al mateix camí de Sant Jaume.

Romaguera va representar per a nosaltres en ple segle XXI un personatge místic ancorat en l’Edat Mitjana. Ni més ni menys lúcid que aquells, ni més ni menys boig, simplement que al nàixer es va equivocar d’època. Trobar Romaguera no sols va ser com traslladar-nos en arrere en el temps, la bici ens ha proporcionat esta satisfacció moltes vegades en les comarques de l’interior, sinó que ens va permetre a més conéixer una persona excepcional, una persona dedicada íntegrament a fer el bé, a vetlar pels altres, i a patir en silenci els problemes de la societat que tan malament li havia tractat. 



 L’amor a la naturalesa i el respecte per la vida que va tindre l’ermità han quedat en la Solana. Vint anys va estar arreplegant bellotes en l’ombria del Monduver que traslladava, a peu i en sacs, a la serra de la Solana per a anar repoblant-la a poc a poc, fins que la va convertir en un xicotet bosc. I haguera estat disposat a donar la seua vida per a frenar els desmuntes que aquell farmacèutic de Xàtiva havia realitzat amb maquinària pesada en el fons de la vall per a transformar-ho en tarongers. Va defendre la seua muntanya amb ungles i dents davant de totes les amenaces i deia sovint que els Ajuntaments no estaven capacitats per a gestionar el seu patrimoni natural. Haurien d’estar governats per ecologistes -deia- i tenia una visió de futur i del món que deixarem en herència, molt per damunt dels polítics de la nostra època.

El germà Romaguera ens va deixar el passat mes de juliol. Va ser trobat pels guardes forestals en el sòl de la seua ermita víctima d’un ictus cerebral. Ens assabentem de la seua mort per una breu nota en un periòdic local. Cap de les televisions que tant es van aprofitar d’ell es van fer eco de la pèrdua. Probablement ja no els interessava en absolut. 



 Romaguera va ser, per a les poques persones que li vam conéixer, l’últim ermità de les muntanyes valencianes. Va viure en la solana de Serra de la Creu i es considerava afortunat per tindre enfront dels seus ulls al gran Benicadell. Va formar part inseparable de la muntanya com ho van anar els masovers, moliners i pastors al llarg de la història. Va ser un testimoni humà i espiritual de la màgica i vital fascinació d’un món de silenci i soledat, d’un món rural que ha desaparegut, i ja mai tornarà a recuperarse.

 
Texte i fotografíes: José Manuel Almerich





martes, 13 de enero de 2015

Posets

José Manuel Almerich




Hacía más de dos años que no subía al techo de la península. Hubo una época que casi todos los meses hacía algún tres mil, era como una especie de colección de cumbres que ahora apenas recuerdo si no vuelvo a ver las fotos. Y las fotos no las quiero ver porque en ellas aparecen amigos que se dejaron la vida allí. 
 
 
Por unas circunstancias u otras, hay personas con las que hemos compartido cumbre y que ya no están con nosotros. El domingo pasado ascendimos al Posets. El pico más alto de España después del Mulhacen y el Aneto, no tiene excesiva dificultad aunque su altura supere los 3300 m. 
 
 
 
De todas formas, y a pesar del buen tiempo, cualquier tres mil de Pirineos impone sus reglas y puede que te permita o no subir a merced de su capricho. Depende de tantos factores que a veces es una suerte poder estar unos minutos sintiendo que el mundo está bajo tus pies. Los circos glaciares, los lagos helados, las infinitas pedreras y las crestas cortadas a pico conforman un paisaje sólo reservado a aquel que ha sufrido para verlo. 
 
 
Cualquier cumbre de Pirineos tiene sus pasos inquietantes junto a cornisas colgadas al vacío. Por eso hay que mirar tan sólo al metro cuadrado que tenemos frente a nosotros, no pensar y seguir adelante aferrado a la roca o al hielo como un león que defiende su vida. Son sensaciones que tan sólo entiende el que las vive, y vive el que es capaz de sentir la magia y el miedo de una naturaleza que impone, que te hace sentir insignificante en mitad de la nada y que constantemente te recuerda que eres apenas un punto en el infinito, una bagatela perdida en la inmensidad. Tan sólo la montaña a este nivel hace revivir en el hombre el temor que perdió hace miles de años, el miedo ancestral en el más puro sentido de la supervivencia.


Gracias a la insistencia de Toni Ros y a la organización de Joan Carles Ventura pudimos disfrutar de una ascensión bien coordinada, sin problemas y con los extras que el esfuerzo se merece. 
 
 
Buen hotel, excelente cena en Benasque y un refugio a la altura de las condiciones. Pude observar como España, afortunadamente, se parece en este sentido cada vez más a Francia, aunque el aspecto de los guardas del refugio Angel Orús, están más cercanos al Pleistoceno que al Filo de lo Imposible.


Partimos hacia las seis y media de la mañana, y cuatro horas más tarde alcanzamos la cumbre. En pocas ocasiones el tiempo nos ha permitido estar tanto rato en la cima, y por eso llegamos a perder la noción del tiempo y la altura, y a olvidar momentáneamente, que todavía nos quedaban siete horas de descenso. 
 
 
Sin apenas cobertura, un mensaje enviado a alguien queda suspendido en el aire:

"Un inmens mar de muntanyes queda als nostres peus; circs glaciars, llacs de gel, agulles imponents que es deixen envoltar pel cel, i la boira que acarona les valls, es una inmensa sensació de llibertat. Sols faltes tú. 
Un bes desde el Posets. 3375 m."
 
 
 

lunes, 12 de enero de 2015

La mujer que se enamoró de mi voz

José Manuel Almerich


Ana es una mujer enigmática. Perdió a su marido hace doce años y desde entonces vive sola en una casa aislada, alejada del pueblo, con la tenue luz de un generador que apenas le aguanta unas horas tras la caída de la tarde. Lleva adelante lo que fue un proyecto común, un sueño que él nunca llegó a ver realizado. Su hogar está repleto de esculturas inquietantes, obras de arte, viejas fotografías y motivos de una naturaleza que todo lo envuelve. Su marido, escultor italiano, le dejó ese legado junto con algunas tallas, extrañas imágenes y moldes dispersos por el jardín.

Ana es una viuda joven, delgada, de porte elegante, con un alé de misterio y unos ojos oscuros que te paralizan con su mirada. Recuerda, junto al fuego, en una conversación muy íntima, cuando por primera vez su marido, por entonces productor y realizador de cortometrajes, le enseño su obra. Sobre una tabla inclinada, pulida y recubierta de alquitrán, una pecera se deslizaba con un pez rojo que, desesperado, veía la como se acercaba la muerte. Los primeros planos reflejaban la agonía del pez mientras una música fuerte, de violines estridentes, acrecentaba la tragedia de la escena. Cuando la pecera se precipita contra el suelo, el pobre animal muere mientras la cámara filma, extremadamente cerca de su boca, los últimos instantes de un ser vivo ahogado por el óbito inminente. Ana estuvo a punto de salir corriendo de la casa. Y aunque siempre relacionó aquello con la muerte de su madre, víctima de una larga enfermedad, jamás le perdonaría que sacrificase la vida de un pez para filmar un corto y esta escena debió marcarla para siempre porque de lo contrarío no la recordaría, veinte años después, con tanto detalle. Llegó a la conclusión que el amor era a él y no a su obra, pero en la casa es la obra lo que ha quedado, y esa obra impregna cada rincón dándole la fuerza y el carácter de lo extraordinario. 



Hablamos mientras arden los últimos troncos de tea. Mi último esfuerzo es para ella. Estoy terriblemente cansado y tengo frío. El resto del grupo se ha retirado a las habitaciones. Para ir a ellas hay que salir de la casa y ascender por una escalera exterior en la que se te enfría hasta el alma. Ana transmite serenidad y resignación. Me cuenta detalles de su vida y de su trabajo. Turbado, siento un cierto desasosiego al escucharla y veo en sus ojos, en sus preciosos ojos, la efigie de la soledad.

Cuando llegamos al atardecer Ana acababa de llegar del monte. Trabaja como un hombre más en las duras tareas de desbroce y limpieza del bosque, y durante el verano, se dedica a labores de vigilancia forestal. Vive, siente y ama la montaña en un entorno hostil donde los que han nacido allí ven a la naturaleza como un obstáculo, y los árboles de los bosques como los barrotes de una gran celda. Una cárcel que en este país les ha sumido en la ignorancia y el analfabetismo. El aislamiento y la falta de medios que han creado las dos españas que ahora se enfrentan. La de la ciudad y la del mundo rural. Porque el valor del paisaje, su contemplación escénica, es solamente valorado por el urbanita, por los que no tenemos que subsistir de la tierra, ni depender del cielo para las cosechas, y por el hombre que, liberado de sus necesidades básicas, puede volver a la naturaleza para disfrutar de ella. Ana representa la bisagra de ambos mundos, un punto de conexión entre los que desean huir y aquellos que quieren volver. Por eso sus compañeros de trabajo no entienden cuando desde lo alto del Prado del Ciervo, a más de mil cuatrocientos metros de altura, ella se siente una mujer privilegiada por poder trabajar en este entorno, mientras la niebla se diluye en el valle, y los primeros rayos de sol despuntan con el alba entretejiendo su luz entre las ramas de los inmensos sabinares. 



Con la viuda he estado hasta muy tarde, hasta que el sueño y el cansancio han podido conmigo, algo enfermo por el frío y el esfuerzo de estos días. Mañana también nos queda una etapa, menos dura eso sí, para acabar en Cuenca, objetivo de nuestro viaje. Cruzar desde Teruel a la ciudad de las casas colgadas a través de todo el complejo nudo de montañas que conforman las serranías de Albarracín, Cuenca y Montes Universales era un reto que teníamos en mente desde hacía casi un año, desde que un grupo de amigos se perdieron a comienzos de la primavera, en el valle de Valtablado, pasando una de las peores noches de su vida. 



 Las predicciones del tiempo no eran para nada, mejores que entonces: fuerte caída de las temperaturas, lluvia y nieve en cotas superiores a los 800 m y la llegada de un frente del noroeste que cubriría de niebla toda la zona centro peninsular. Aún así, partimos de Teruel la mañana de un miércoles a finales de noviembre. Llegamos poco antes del mediodía a la laguna de Bezas para desde allí ascender al puerto de Dornaque. La humedad y la niebla apenas nos permitió disfrutar unos breves instantes del entorno tan evocador que supone la depresión endorreica de esta preciosa laguna, con las viejas casas en ruinas al fondo y los extensos prados que la rodean. Un pequeño tramo de asfalto nos llevará a Saldón a través de un sabinar envejecido por el frío y las tempestades. Nadie ni nada nos esperan en Saldón. El intenso frío nos obliga a refugiarnos en el porche de la iglesia donde comemos de pie para evitar quedarnos helados. Una mujer de edad avanzada, ha salido de su casa al vernos y nos pregunta si llevamos fruta; hace días que no pasa el vendedor ambulante con su furgoneta y a la mujer apenas le queda comida fresca. Estamos en pleno siglo XXI y todavía hay quien se pregunta por qué en España, la gente sigue abandonando los pueblos. Apenas medios, soledad y desolación absoluta. La supervivencia de una mujer depende de la visita semanal de un vendedor ambulante. ¿Y acaso, -me pregunto- si el vendedor no vuelve más? ¿Que ocurrirá si ha sido víctima de una enfermedad o un accidente? Las dudas me asaltan. Mientras pienso como se las arreglará esta mujer, el resto de mis compañeros deciden continuar. 


El camino hacia Terriente pasa por un antiguo tentadero labrado en piedra, y el tramo por el exiguo cauce del riachuelo del Porcalizo apenas nos ofrece dudas. Continuaremos por la masía de la Torre y el Pinarejo hasta Royuela. Oscar nos ha preparado las habitaciones y ha puesto en marcha la calefacción. El hotel pequeño pero confortable, sencillo pero limpio, acogedor, sin apenas pretensiones, nos ofrece todo lo necesario para descansar y cenar dignamente.


La mañana siguiente amanecerá fría y gris. Desde los cristales empañados de la habitación contemplo el alto del Hinojar y el puntal del Ahorcado, apenas visible por la niebla, totalmente cubiertos por el fino manto de la escarcha. Los robles se mueven a merced del viento que no ha dejado de soplar en toda la noche, golpeando las contraventanas de madera, como recordándonos con insistencia lo que queda por venir. Una ducha rápida me vuelve a la realidad y antes de acabar el desayuno comienza a nevar. Los tejados, las calles y los montes que rodean Royuela se van cubriendo de blanco. Mis compañeros de viaje, totalmente equipados ya están preparados para partir. Trato de ralentizar la salida pero nadie duda, ninguno de mis amigos de montaña ha planteado amedrentarse ni volver atrás. La nieve nos irá cubriendo de esa pátina gris, cristalizada, que se convierte en trazos de algodón cuando se pega a la ropa. 


El rostro recibe los embates de las gotas heladas y las piernas se mueven de forma automática, persistente, como batanes que no permiten que el cuerpo pierda ni un ápice de calor. La ropa hará el resto y el buen material nos mantendrá secos, al menos, de cintura para arriba. El cielo se ha ido encapotando convirtiéndose en un día plomizo y gris, y la estrecha carretera que se dirige a Moscardón es apenas una línea imprecisa, oculta por el hielo, que asciende hacia las nubes.


Nuestra llegada causa expectación en un pueblo de apenas medio centenar de habitantes. Un grupo de leñadores esperan, impacientes en el bar. El día lo perderán y con él, seguramente su jornal. El humo del tabaco concentrado impregna el pequeño recinto haciendo el aire irrespirable. Una pequeña estufa al centro de la estancia ofrece el calor suficiente para secar nuestras ropas mientras un buen café caliente nos restituye el alma. Son los peores momentos de todo el viaje y tengo serias dudas de que podamos continuar. Mis amigos insisten en seguir adelante pero la prudencia me aconseja lo contrario. No es sensato reanudar la travesía en estas condiciones y más por el solitario barranco del Masegar. Sin apresurarnos, el tiempo nos dará una pequeña tregua y en el momento que deja de nevar, decidimos continuar. La nieve virgen cruje a nuestros pies bajo el peso de la bici. Las ruedas diseñan sobre el suelo largas y ondulantes grafías tan sólo alteradas por las huellas de algún ciervo atrapado por la nieve. El paisaje es abrumador, de una fuerza escénica fascinante. Ha nevado lo justo para permitirnos el paso aunque el cielo se mantiene amenazador. El valle cubierto por la nieve es de una belleza sobrecogedora que se irá estrechando a medida que nos acercamos a la loma de El Molar y el Vallecillo, cerca ya del nacimiento del río Cabriel. La pequeña población, apenas unas cuantas casas recostadas en la ladera y mal orientadas, sobrevive como puede en un entorno tan hermoso como hostil, tan sugerente como desolado. Doris y Marlén nos atienden, con la amabilidad y la educación propia de los inmigrantes latinos, en el pequeño bar de la localidad. Todavía me pregunto que las llevó a vivir aquí, quien les habló de El Vallecillo o quien las dejó a su suerte. Nos preparan comida caliente y el café con ron quemado más intenso que recuerdo. Todo va en función de las circunstancias y en ese momento, la predisposición y su actitud frente a nosotros demostraron un valor extraordinario. 


Nos quedan apenas dos horas de luz. Partimos hacia San Pedro, un pequeño grupo de casas dispersas junto al joven e incipiente curso del Cabriel y comenzamos el ascenso hacia la alineación de montañas que separan las provincias de Cuenca y Teruel. Comienza aquí la serranía castellano-manchega y las sierras son distintas, paralelas entre sí y más complejas de cruzar. La fuente del Berro y los corrales en ruinas son uno de los lugares más desolados del viaje en un paisaje ya extremadamente abrupto y solitario. El valle cerrado donde se ubican apenas permite posibilidades de paso y salimos de él por el barranco de los Trillos, un paraje rebosante de vegetación propia de zonas húmedas como el boj y la madreselva. Una manada de gamos huyen veloces al vernos y cruzan el pequeño valle para esconderse en la espesura del pinar. Probablemente habrán bajado a beber, como suelen hacerlo, al atardecer. Volvemos a ascender de nuevo esta vez para remontar la cuesta del Caín y pasar junto al Morrón a más de mil seiscientos metros de altura. Aquí volvemos a pisar nieve mientras comienza a anochecer. Ahora son mis compañeros los que se muestran inquietos por la poca luz que nos queda, pero el lugar me resulta familiar y en el siguiente cruce de pistas reconozco el camino que se dirige a la fuente y la Umbría del Oso. A partir de aquí hasta el pueblo apenas nos quedan cuatro kilómetros -les comento para su tranquilidad- Dentro de poco estaremos en la casa rural. 


Zafrilla se nos presenta iluminada como un pequeño belén. Ya es de noche a nuestra llegada y la población la hemos encontrado de repente, tras un pronunciado descenso. La temperatura ha caído bruscamente y encontrar la casa caldeada es el mejor regalo que alguien nos puede ofrecer. Rosa se esmera en atendernos lo mejor que puede, tras haber dejado en casa a su marido y sus dos hijas. Es parlanchina y nerviosa, se desvive en su función de encargada y procura que no nos falte de nada. Para ella somos hoy, un soplo de aire fresco, unos forasteros con los que hablar, y unos rostros nuevos a los que observar en mucho tiempo. 


El día que llegamos a Buenache el tiempo mejoró sensiblemente. El trayecto entre Zafrilla y Buenache de la Sierra hoy ha sido largo pero tranquilo, algo más humanizado, de paisajes mas abiertos y vida en las aldeas. El camino de Valdemoro a Beamud no plantea dudas. Sigue en sus primeros trazos los meandros del río Guadazaón cuyas aguas, por muy poco, no llegán al Júcar. Es la geología el factor determinante y será su capricho y sus vertientes las que ordenen su corriente. El Guadazaón, forzado por una multitud de complejas cadenas montañosas, estrechos pasos totalmente inaccesibles, fallas y encabalgamientos, morirá en el Cabriel cerca de Enguídanos. En Beamud no vive nadie, pero sus casas están totalmente restauradas. En el pequeño y cerrado valle donde se ubica la población, castaños, nogales y chopos blancos todavía tienen el color dorado del otoño. Aquí el frío no es tan intenso como en la parte alta del gran altiplano que atravesaremos en su totalidad. Un estrecho y escondido camino asciende hacia el prado de los Esquiladores a través de la Tierra Muerta, una enorme extensión de montañas calizas tan sobrecogedoras como inacabables. Grupos de ciervos cruzan nerviosos frente a nosotros, como siempre, al atardecer. La estrecha carretera sin circulación, sube y baja constantemente y nunca parece acabar. Por fin, reagrupados, alcanzamos Buenache cuando el frío comienza a advertirnos que es hora de finalizar. La población, enclavada en un resalte rocoso y rematada por un castillo medieval me sorprende por su ubicación, y por la amplia hoya, antaño muy fértil, que precede las primeras casas. Alejada del pueblo, en mitad de un precioso bosque de quejigos que mantienen sus hojas amarillentas como campanillas al viento, nos espera Ana a la puerta de su casa. La Tina del tío Salomé, nombre de la partida donde se construyó la casa, es hoy a pesar de las protestas de su legítima propietaria, un coto donde los cazadores campan a sus anchas asesinando a sus pequeños, e inofensivos vecinos. Por eso Ana odia a los cazadores y por eso, no les permite alojarse en su casa. Y prefiere perder ingresos que sentarlos en su mesa. 




- Me convenciste con tu voz -me confiesa Ana junto al fuego- inmediatamente supe que no eras cazador. Fue tu voz -insiste- lo que me hizo anular una reserva anterior para ofreceros la casa a vosotros.

- Hemos cenado muy bien -comento tratando de desviar el rumbo de la conversación- El lugar y el entorno es encantador, y tu casa, desprende magia en cada rincón. Lástima que mañana tengamos que partir. Llegaremos a Cuenca a mediodía por la ermita de San Isidro y entraremos a la ciudad vieja por la puerta de Bezudo a través del antiguo puente sobre el foso. Ha sido un viaje fascinante.


- Os envidio -comenta mientras se levanta a prepararme un vaso de leche caliente, con miel y coñac- Ojalá pudiese acompañaros. Jamás he conocido a nadie que se impregnase tanto del paisaje como vosotros. Comed en Nohales, hacen las mejores migas de pastor de toda la serranía.


Recojo mis cosas y me dispongo a salir. Alejarme del fuego me produce una extraña sensación. Trato de abrigarme y vuelvo a ver la soledad en sus ojos.


- Cuando vuelva a Valencia te mandaré mi último libro -le digo a Ana mientras me dirijo a ella mirándola desde el portal- . Es sobre los ríos. Te gustará.


- No, no me lo envíes. Quiero que me lo traigas tú.


Cerré la puerta despacio. Esa noche, a pesar del cansancio, apenas pude dormir.



Texto y fotografías: José Manuel Almerich