lunes, 12 de enero de 2015

La mujer que se enamoró de mi voz

José Manuel Almerich


Ana es una mujer enigmática. Perdió a su marido hace doce años y desde entonces vive sola en una casa aislada, alejada del pueblo, con la tenue luz de un generador que apenas le aguanta unas horas tras la caída de la tarde. Lleva adelante lo que fue un proyecto común, un sueño que él nunca llegó a ver realizado. Su hogar está repleto de esculturas inquietantes, obras de arte, viejas fotografías y motivos de una naturaleza que todo lo envuelve. Su marido, escultor italiano, le dejó ese legado junto con algunas tallas, extrañas imágenes y moldes dispersos por el jardín.

Ana es una viuda joven, delgada, de porte elegante, con un alé de misterio y unos ojos oscuros que te paralizan con su mirada. Recuerda, junto al fuego, en una conversación muy íntima, cuando por primera vez su marido, por entonces productor y realizador de cortometrajes, le enseño su obra. Sobre una tabla inclinada, pulida y recubierta de alquitrán, una pecera se deslizaba con un pez rojo que, desesperado, veía la como se acercaba la muerte. Los primeros planos reflejaban la agonía del pez mientras una música fuerte, de violines estridentes, acrecentaba la tragedia de la escena. Cuando la pecera se precipita contra el suelo, el pobre animal muere mientras la cámara filma, extremadamente cerca de su boca, los últimos instantes de un ser vivo ahogado por el óbito inminente. Ana estuvo a punto de salir corriendo de la casa. Y aunque siempre relacionó aquello con la muerte de su madre, víctima de una larga enfermedad, jamás le perdonaría que sacrificase la vida de un pez para filmar un corto y esta escena debió marcarla para siempre porque de lo contrarío no la recordaría, veinte años después, con tanto detalle. Llegó a la conclusión que el amor era a él y no a su obra, pero en la casa es la obra lo que ha quedado, y esa obra impregna cada rincón dándole la fuerza y el carácter de lo extraordinario. 



Hablamos mientras arden los últimos troncos de tea. Mi último esfuerzo es para ella. Estoy terriblemente cansado y tengo frío. El resto del grupo se ha retirado a las habitaciones. Para ir a ellas hay que salir de la casa y ascender por una escalera exterior en la que se te enfría hasta el alma. Ana transmite serenidad y resignación. Me cuenta detalles de su vida y de su trabajo. Turbado, siento un cierto desasosiego al escucharla y veo en sus ojos, en sus preciosos ojos, la efigie de la soledad.

Cuando llegamos al atardecer Ana acababa de llegar del monte. Trabaja como un hombre más en las duras tareas de desbroce y limpieza del bosque, y durante el verano, se dedica a labores de vigilancia forestal. Vive, siente y ama la montaña en un entorno hostil donde los que han nacido allí ven a la naturaleza como un obstáculo, y los árboles de los bosques como los barrotes de una gran celda. Una cárcel que en este país les ha sumido en la ignorancia y el analfabetismo. El aislamiento y la falta de medios que han creado las dos españas que ahora se enfrentan. La de la ciudad y la del mundo rural. Porque el valor del paisaje, su contemplación escénica, es solamente valorado por el urbanita, por los que no tenemos que subsistir de la tierra, ni depender del cielo para las cosechas, y por el hombre que, liberado de sus necesidades básicas, puede volver a la naturaleza para disfrutar de ella. Ana representa la bisagra de ambos mundos, un punto de conexión entre los que desean huir y aquellos que quieren volver. Por eso sus compañeros de trabajo no entienden cuando desde lo alto del Prado del Ciervo, a más de mil cuatrocientos metros de altura, ella se siente una mujer privilegiada por poder trabajar en este entorno, mientras la niebla se diluye en el valle, y los primeros rayos de sol despuntan con el alba entretejiendo su luz entre las ramas de los inmensos sabinares. 



Con la viuda he estado hasta muy tarde, hasta que el sueño y el cansancio han podido conmigo, algo enfermo por el frío y el esfuerzo de estos días. Mañana también nos queda una etapa, menos dura eso sí, para acabar en Cuenca, objetivo de nuestro viaje. Cruzar desde Teruel a la ciudad de las casas colgadas a través de todo el complejo nudo de montañas que conforman las serranías de Albarracín, Cuenca y Montes Universales era un reto que teníamos en mente desde hacía casi un año, desde que un grupo de amigos se perdieron a comienzos de la primavera, en el valle de Valtablado, pasando una de las peores noches de su vida. 



 Las predicciones del tiempo no eran para nada, mejores que entonces: fuerte caída de las temperaturas, lluvia y nieve en cotas superiores a los 800 m y la llegada de un frente del noroeste que cubriría de niebla toda la zona centro peninsular. Aún así, partimos de Teruel la mañana de un miércoles a finales de noviembre. Llegamos poco antes del mediodía a la laguna de Bezas para desde allí ascender al puerto de Dornaque. La humedad y la niebla apenas nos permitió disfrutar unos breves instantes del entorno tan evocador que supone la depresión endorreica de esta preciosa laguna, con las viejas casas en ruinas al fondo y los extensos prados que la rodean. Un pequeño tramo de asfalto nos llevará a Saldón a través de un sabinar envejecido por el frío y las tempestades. Nadie ni nada nos esperan en Saldón. El intenso frío nos obliga a refugiarnos en el porche de la iglesia donde comemos de pie para evitar quedarnos helados. Una mujer de edad avanzada, ha salido de su casa al vernos y nos pregunta si llevamos fruta; hace días que no pasa el vendedor ambulante con su furgoneta y a la mujer apenas le queda comida fresca. Estamos en pleno siglo XXI y todavía hay quien se pregunta por qué en España, la gente sigue abandonando los pueblos. Apenas medios, soledad y desolación absoluta. La supervivencia de una mujer depende de la visita semanal de un vendedor ambulante. ¿Y acaso, -me pregunto- si el vendedor no vuelve más? ¿Que ocurrirá si ha sido víctima de una enfermedad o un accidente? Las dudas me asaltan. Mientras pienso como se las arreglará esta mujer, el resto de mis compañeros deciden continuar. 


El camino hacia Terriente pasa por un antiguo tentadero labrado en piedra, y el tramo por el exiguo cauce del riachuelo del Porcalizo apenas nos ofrece dudas. Continuaremos por la masía de la Torre y el Pinarejo hasta Royuela. Oscar nos ha preparado las habitaciones y ha puesto en marcha la calefacción. El hotel pequeño pero confortable, sencillo pero limpio, acogedor, sin apenas pretensiones, nos ofrece todo lo necesario para descansar y cenar dignamente.


La mañana siguiente amanecerá fría y gris. Desde los cristales empañados de la habitación contemplo el alto del Hinojar y el puntal del Ahorcado, apenas visible por la niebla, totalmente cubiertos por el fino manto de la escarcha. Los robles se mueven a merced del viento que no ha dejado de soplar en toda la noche, golpeando las contraventanas de madera, como recordándonos con insistencia lo que queda por venir. Una ducha rápida me vuelve a la realidad y antes de acabar el desayuno comienza a nevar. Los tejados, las calles y los montes que rodean Royuela se van cubriendo de blanco. Mis compañeros de viaje, totalmente equipados ya están preparados para partir. Trato de ralentizar la salida pero nadie duda, ninguno de mis amigos de montaña ha planteado amedrentarse ni volver atrás. La nieve nos irá cubriendo de esa pátina gris, cristalizada, que se convierte en trazos de algodón cuando se pega a la ropa. 


El rostro recibe los embates de las gotas heladas y las piernas se mueven de forma automática, persistente, como batanes que no permiten que el cuerpo pierda ni un ápice de calor. La ropa hará el resto y el buen material nos mantendrá secos, al menos, de cintura para arriba. El cielo se ha ido encapotando convirtiéndose en un día plomizo y gris, y la estrecha carretera que se dirige a Moscardón es apenas una línea imprecisa, oculta por el hielo, que asciende hacia las nubes.


Nuestra llegada causa expectación en un pueblo de apenas medio centenar de habitantes. Un grupo de leñadores esperan, impacientes en el bar. El día lo perderán y con él, seguramente su jornal. El humo del tabaco concentrado impregna el pequeño recinto haciendo el aire irrespirable. Una pequeña estufa al centro de la estancia ofrece el calor suficiente para secar nuestras ropas mientras un buen café caliente nos restituye el alma. Son los peores momentos de todo el viaje y tengo serias dudas de que podamos continuar. Mis amigos insisten en seguir adelante pero la prudencia me aconseja lo contrario. No es sensato reanudar la travesía en estas condiciones y más por el solitario barranco del Masegar. Sin apresurarnos, el tiempo nos dará una pequeña tregua y en el momento que deja de nevar, decidimos continuar. La nieve virgen cruje a nuestros pies bajo el peso de la bici. Las ruedas diseñan sobre el suelo largas y ondulantes grafías tan sólo alteradas por las huellas de algún ciervo atrapado por la nieve. El paisaje es abrumador, de una fuerza escénica fascinante. Ha nevado lo justo para permitirnos el paso aunque el cielo se mantiene amenazador. El valle cubierto por la nieve es de una belleza sobrecogedora que se irá estrechando a medida que nos acercamos a la loma de El Molar y el Vallecillo, cerca ya del nacimiento del río Cabriel. La pequeña población, apenas unas cuantas casas recostadas en la ladera y mal orientadas, sobrevive como puede en un entorno tan hermoso como hostil, tan sugerente como desolado. Doris y Marlén nos atienden, con la amabilidad y la educación propia de los inmigrantes latinos, en el pequeño bar de la localidad. Todavía me pregunto que las llevó a vivir aquí, quien les habló de El Vallecillo o quien las dejó a su suerte. Nos preparan comida caliente y el café con ron quemado más intenso que recuerdo. Todo va en función de las circunstancias y en ese momento, la predisposición y su actitud frente a nosotros demostraron un valor extraordinario. 


Nos quedan apenas dos horas de luz. Partimos hacia San Pedro, un pequeño grupo de casas dispersas junto al joven e incipiente curso del Cabriel y comenzamos el ascenso hacia la alineación de montañas que separan las provincias de Cuenca y Teruel. Comienza aquí la serranía castellano-manchega y las sierras son distintas, paralelas entre sí y más complejas de cruzar. La fuente del Berro y los corrales en ruinas son uno de los lugares más desolados del viaje en un paisaje ya extremadamente abrupto y solitario. El valle cerrado donde se ubican apenas permite posibilidades de paso y salimos de él por el barranco de los Trillos, un paraje rebosante de vegetación propia de zonas húmedas como el boj y la madreselva. Una manada de gamos huyen veloces al vernos y cruzan el pequeño valle para esconderse en la espesura del pinar. Probablemente habrán bajado a beber, como suelen hacerlo, al atardecer. Volvemos a ascender de nuevo esta vez para remontar la cuesta del Caín y pasar junto al Morrón a más de mil seiscientos metros de altura. Aquí volvemos a pisar nieve mientras comienza a anochecer. Ahora son mis compañeros los que se muestran inquietos por la poca luz que nos queda, pero el lugar me resulta familiar y en el siguiente cruce de pistas reconozco el camino que se dirige a la fuente y la Umbría del Oso. A partir de aquí hasta el pueblo apenas nos quedan cuatro kilómetros -les comento para su tranquilidad- Dentro de poco estaremos en la casa rural. 


Zafrilla se nos presenta iluminada como un pequeño belén. Ya es de noche a nuestra llegada y la población la hemos encontrado de repente, tras un pronunciado descenso. La temperatura ha caído bruscamente y encontrar la casa caldeada es el mejor regalo que alguien nos puede ofrecer. Rosa se esmera en atendernos lo mejor que puede, tras haber dejado en casa a su marido y sus dos hijas. Es parlanchina y nerviosa, se desvive en su función de encargada y procura que no nos falte de nada. Para ella somos hoy, un soplo de aire fresco, unos forasteros con los que hablar, y unos rostros nuevos a los que observar en mucho tiempo. 


El día que llegamos a Buenache el tiempo mejoró sensiblemente. El trayecto entre Zafrilla y Buenache de la Sierra hoy ha sido largo pero tranquilo, algo más humanizado, de paisajes mas abiertos y vida en las aldeas. El camino de Valdemoro a Beamud no plantea dudas. Sigue en sus primeros trazos los meandros del río Guadazaón cuyas aguas, por muy poco, no llegán al Júcar. Es la geología el factor determinante y será su capricho y sus vertientes las que ordenen su corriente. El Guadazaón, forzado por una multitud de complejas cadenas montañosas, estrechos pasos totalmente inaccesibles, fallas y encabalgamientos, morirá en el Cabriel cerca de Enguídanos. En Beamud no vive nadie, pero sus casas están totalmente restauradas. En el pequeño y cerrado valle donde se ubica la población, castaños, nogales y chopos blancos todavía tienen el color dorado del otoño. Aquí el frío no es tan intenso como en la parte alta del gran altiplano que atravesaremos en su totalidad. Un estrecho y escondido camino asciende hacia el prado de los Esquiladores a través de la Tierra Muerta, una enorme extensión de montañas calizas tan sobrecogedoras como inacabables. Grupos de ciervos cruzan nerviosos frente a nosotros, como siempre, al atardecer. La estrecha carretera sin circulación, sube y baja constantemente y nunca parece acabar. Por fin, reagrupados, alcanzamos Buenache cuando el frío comienza a advertirnos que es hora de finalizar. La población, enclavada en un resalte rocoso y rematada por un castillo medieval me sorprende por su ubicación, y por la amplia hoya, antaño muy fértil, que precede las primeras casas. Alejada del pueblo, en mitad de un precioso bosque de quejigos que mantienen sus hojas amarillentas como campanillas al viento, nos espera Ana a la puerta de su casa. La Tina del tío Salomé, nombre de la partida donde se construyó la casa, es hoy a pesar de las protestas de su legítima propietaria, un coto donde los cazadores campan a sus anchas asesinando a sus pequeños, e inofensivos vecinos. Por eso Ana odia a los cazadores y por eso, no les permite alojarse en su casa. Y prefiere perder ingresos que sentarlos en su mesa. 




- Me convenciste con tu voz -me confiesa Ana junto al fuego- inmediatamente supe que no eras cazador. Fue tu voz -insiste- lo que me hizo anular una reserva anterior para ofreceros la casa a vosotros.

- Hemos cenado muy bien -comento tratando de desviar el rumbo de la conversación- El lugar y el entorno es encantador, y tu casa, desprende magia en cada rincón. Lástima que mañana tengamos que partir. Llegaremos a Cuenca a mediodía por la ermita de San Isidro y entraremos a la ciudad vieja por la puerta de Bezudo a través del antiguo puente sobre el foso. Ha sido un viaje fascinante.


- Os envidio -comenta mientras se levanta a prepararme un vaso de leche caliente, con miel y coñac- Ojalá pudiese acompañaros. Jamás he conocido a nadie que se impregnase tanto del paisaje como vosotros. Comed en Nohales, hacen las mejores migas de pastor de toda la serranía.


Recojo mis cosas y me dispongo a salir. Alejarme del fuego me produce una extraña sensación. Trato de abrigarme y vuelvo a ver la soledad en sus ojos.


- Cuando vuelva a Valencia te mandaré mi último libro -le digo a Ana mientras me dirijo a ella mirándola desde el portal- . Es sobre los ríos. Te gustará.


- No, no me lo envíes. Quiero que me lo traigas tú.


Cerré la puerta despacio. Esa noche, a pesar del cansancio, apenas pude dormir.



Texto y fotografías: José Manuel Almerich

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