Los bosques atlánticos mejor conservados de Sierra Morena
José Manuel Almerich
Los días previos a la Navidad son un buen momento para viajar. Se viaja para escapar o para encontrar, pero a veces nos perdemos buscando y otras en cambio, encontramos sin buscar. Recorrer la sierra de Aracena es adentrarse en los bosques atlánticos mejor conservados de Sierra Morena
La sierra de Aracena es la hermana mayor de Espadán. Viven lejos, es cierto, pero ambas tienen una gran similitud tanto en el color de su geología como en el vestido verde que las envuelve. Aracena está más abrigada, el bosque que conforma su piel tiene mas exuberancia, los castaños abundan y los alcornoques, encinas y robles adquieren una dimensión a la que en nuestras montañas no estamos acostumbrados.
Espadán es más humilde, sus árboles son más pequeños, y castaños apenas tiene medio centenar en la umbría del Rápita, cerca del Jinquer. Los robles hace tiempo que desaparecieron. La vegetación aquí ha sufrido más, los incendios y el hombre la han maltratado y los pinos, oportunistas, se aprovechan de la situación. En Espadán han ocurrido las mayores tragedias de la historia valenciana. Carlistas, moriscos y soldados en la última Guerra Civil sufrieron la dureza y el sometimiento a un relieve escarpado donde muchos de ellos perdieron sus vidas.
Mientras en Aracena los pueblos se mantienen, en Espadán, excepto Chóvar y Aín, la arquitectura tradicional apenas se conserva, aunque el ambiente morisco todavía se respira en sus estrechas y profundas callejuelas. En la sierra de Espadán pastaron cabras y ovejas, en Aracena el cerdo ibérico. Esa también es una diferencia, porque mientras el aceite de Espadán es extraordinario, en Aracena el aceite de oliva tiene patas negras. Es tan saludable el muslo de un Jabugo bien curado como una tostada de pan con aceite y miel. Ambos saben a encina y a madroño, a bellota y aceituna, a jaras, brezos y castaños. Saben a olivillas, agracejos y madreselvas, a la tierra roja acariciada con los aires húmedos del océano y del mar
Los días previos a la Navidad son un buen momento para viajar. El viaje siempre es interior. Se viaja para escapar o para encontrar. A veces nos perdemos buscando y otras, encontramos sin buscar. Cuando pase el tiempo sabremos lo que quedará del viaje en nuestra vida. Y el tiempo, precisamente no acompaña en estas fechas. La naturaleza se muestra poco generosa. Aun así, la soledad de los lugares, sean montes o ciudades, nos permite recrearnos con mayor intimidad, y reservar aquel alojamiento especial que, escondido en nuestra agenda estará libre en estas fechas.
La gente mira sorprendida por las ventanas mientras el agua moja nuestros rostros y el frío del invierno nos recuerda que todavía estamos vivos.
La sierra de Aracena no fue muy amable. Es tierra de montaña y como tal, de vez en cuando se empeña en recordar quién manda en sus caminos. Aun así aprovechamos el tiempo los momentos que la lluvia nos dio tregua y cruzamos los escarpes de los Picos de Aroche y las sierras de la Virgen y San Ginés. La sierra de Aracena toma el nombre de la preciosa población donde el gazpacho de invierno, las migas y el Sánchez Romero Carvajal son entre otros muchos, sus principales alicientes gastronómicos. Estamos en montanera, ese corto periodo de tiempo entre el otoño y finales del invierno en el cual los cerdos ibéricos pastan libremente por las dehesas y comen todo tipo de bellotas. En sus pueblos venteados se cura el Jabugo y los mejores jamones son los de la serranía de Huelva.
El primer día recorrimos los castaños desnudos entre pequeños cortijos y paredes de piedra cubiertas de musgo hasta alcanzar la población de Fuenteheridos. Un descenso rápido entre el puerto de Alájar y la ermita de los Ángeles nos llevó al pueblo donde nos dieron de comer en un antiguo cine-teatro convertido en restaurante. Recubiertas de corcho sus paredes y atentos sus dueños nos dejaron bajo la mesa un brasero donde recuperamos el calor y el apetito.
Jamás había probado el secreto ibérico a la brasa con tanas y gurumelos, acompañado de un potaje dulce de castañas. Después seguimos por el antiguo camino hacia Aracena bajo un túnel de gigantescos castaños que nos llevó, en apenas unas horas hasta el centro de sus calles decoradas para Navidad. Permitid que os recomiende un hotel en Aracena: Finca Valbono, en plena sierra pero muy cerca del pueblo. Rodeado de encinas y alcornoques, los cerdos de pelaje negro se acercarán curiosos a husmear en las ruedas de nuestras bicicletas.
Recorrer la sierra de Aracena es adentrarse en los bosques atlánticos mejor conservados de Sierra Morena. Una de las primeras impresiones que recibes al visitar este espacio es la abundante e inaudita masa arbórea que lo cubre. De las 186.000 ha que tiene la superficie protegida del Parque Natural, cinco veces mayor que la sierra de Espadán, nada menos que 127.000 están arboladas. Tan sólo el quercus en sus tres especies (roble, encina y alcornoque) ya ocupa más de cien mil hectáreas, el sesenta por cien de su superficie.
Fue la vegetación, más que su altura, lo que hizo a Sierra Morena impenetrable. De su espesura viene el nombre y de Aracena la parte más humana de la sierra. Los Picos de Aroche pegados a Portugal, ya son tierras de frontera. La intervención del hombre a lo largo de la historia, ha hecho posible este paisaje.
Corcho, jamón y castañas han sido siempre sus recursos naturales, y mientras existan, existirán sus bosques. Encontrareis su ausencia en ruinas y senderos, en los surcos de la tierra, y también en los árboles y cercas.
Una ausencia habitada de sueños y trabajo, un mundo perdido que poco a poco va desapareciendo y al igual que en Espadán, guarda entre las verdes ondulaciones y el frío penetrante del invierno, las joyas más preciadas de la cultura musulmana.
Texto y fotografías: José Manuel Almerich