jueves, 7 de junio de 2018

La memoria de la Tierra



Un viaje en bicicleta por la Bárdenas Reales
José Manuel Almerich


Viajar es robar tiempo a la muerte, pero viajar a las Bardenas es una ruptura total, un cambio inaudito, una verdadera alucinación. Las montañas se arrugan y se descomponen ante nuestros ojos y los cerros testigos colgados al vacío se mantienen en pie desafiando al viento y al tiempo.




 
Una hora antes del anochecer debemos salir de allí. Las normas son estrictas pero la naturaleza todavía lo es más. Si nos cae la oscuridad la temperatura descenderá también en la misma proporción. Este lugar no admite excusas ni extraños, ni seres humanos que vivaqueen entre sus cárcavas modeladas por el viento y el tiempo. Este extraordinario paisaje es el reino del cierzo y del mistral. Las rocas adquieren formas extrañas perfiladas por las sombras cada vez más alargadas. Es una tentación quedarse a contemplar el crepúsculo en mitad de los congostos y meandros forjados por el agua que, salvaje y sin control, convierte este lugar en un laberinto de apariencias y texturas: chimeneas de hadas, gubias, rostros de gigantes, castillos de arenas movedizas, pináculos de gres, terrazas fluviales, barrancos como cicatrices y ramblas de cantos rodados que convierten los cauces secos en trampas infernales. La luz convertirá la magia en miedo y la belleza en aspereza, según sea la hora del día o de la noche. La memoria de la tierra está escrita en estos pliegues como un gigantesco buril que ha cincelado la piel de esta pequeña porción de la península ibérica, resguardada de las lluvias por la inmensa muralla que forma la cordillera pirenaica.
 

Las Bardenas Reales son el rincón de España más salvaje después de los Monegros y el desierto de Almería. Como tal, sus precipitaciones apenas superan los 300 litros por metro cuadrado pero éstas descargan su fuerza en poco tiempo y todas a la vez. Los torrentes alcanzan una tremenda fuerza erosiva y tras cada tempestad, el paisaje cambia totalmente. El Moncayo y los Pirineos impiden la llegada de las borrascas del Atlántico por lo que el desierto de las Bardenas tiene una aridez tan extrema que tan sólo los buitres se mantienen a la espera a la sombra de sus guaridas en lo alto del desfiladero. El color de las piedras también cambia con la luz, y las rocas, como los elfos, toman apariencia humana. Este territorio hostil te estimula la imaginación, y con ella, el instinto de supervivencia. Lugar de ovnis y bandoleros, de pastores y contrabandistas, las Bardenas no sólo han sido el escenario de numerosas películas donde el hombre parece perderse en la inmensidad de la nada, sino que se realizan las más exigentes pruebas de orientación y los cazas del ejército siguen haciendo allí prácticas de tiro. 
 

Las Bardenas es un territorio poco conocido, una tierra indomable en avanzado proceso de erosión, el resultado del clima y de la historia. No pertenecen a nada ni a nadie, ni han estado sujetas a jurisdicción alguna a pesar de que una veintena de pueblos tienen derecho sobre ellas, incluidos los valles del Roncal y Salazar, cuyos pastores todavía siguen bajando el ganado a su exilio invernal desde los altos prados pirenaicos. El rey Sancho García, en agradecimiento por haberles ayudado en la lucha contra los musulmanes de Tudela, les concedió a los roncaleses el privilegio de apacentar sus ovejas, por eso, dos cañadas reales cruzan la Bardena Blanca. Todavía se oye el eco de los mastines custodiando los rebaños y forzando su paso por las estrechas gargantas.



Pocos lugares de Europa ofrecen este aspecto y en pocos lugares del planeta la geología es un factor tan determinante. La alternancia de materiales de distinta dureza permite que el proceso de desgaste actúe de forma rápida y penetrante. Los materiales blancos como las arcillas y los limos, junto con las calizas, margas y yesos forman parte de una amalgama de tonos y matices que nos hace sentirnos intrusos en este mundo de ficción y fantasía. 
 
 
Durante unos días hemos recorrido las Bardenas en bici; la Blanca y la Negra. Esta última menos avanzada, toma el color de las sabinas que con sus raíces evitan la degradación irreversible. Es una fase previa al caos, a la desolación total. Rodar por ellas ha sido como pisar la superficie de la luna. Las huellas quedarán marcadas hasta las próximas lluvias, lluvias que impedirán que nadie pueda entrar ni salir. Porque el mayor peligro de las Bardenas es el agua. Si llueve se convierten en una trampa peligrosa. El barro impide cualquier avance por pequeño que éste sea y los limos se transforman en tierras movedizas. Ante el menor indicio de lluvia, hay que salir inmediatamente de allí. Viajar es robar tiempo a la muerte, pero viajar a las Bardenas es una ruptura total, un cambio inaudito, una verdadera alucinación. Las montañas se arrugan y se descomponen ante nuestros ojos, las imponentes cornisas a punto de desplomarse dominan barrancos y llanuras, y los cerros testigos colgados al vacío se mantienen orgullosos en pie desafiando al tiempo y a los elementos. Carlos y Teresa nos alojaron en su casa rural y a la mañana siguiente nos invitaron a comer con los ganaderos el día que marcaban a fuego las reses bravas. Y compartimos por unas horas, lo que ha sido durante siglos el sentido de sus vidas.
 

Os adjunto un enlace con mas imágenes para que juzguéis vosotros mismos. Prestad atención a este paisaje porque es posible que algún día, si seguimos a este ritmo suicida, nuestras montañas lleguen a tener el mismo aspecto.