José Manuel Almerich
Desde hacía años tenía en mente cruzar la cordillera de los Cárpatos en bicicleta de montaña. Una obsesión como geógrafo para ver y sentir, la naturaleza inalterada de una Europa confinada, primitiva y rural, donde las entrañas de sus bosques esconden, todo tipo de vida.
- I Know all of you
Con la contundencia y seriedad de estas palabras se dirige a mí Lucián, instructor de montaña del ejército rumano. Lleva una hora esperándonos en el pequeño aeropuerto de Baneasa, cerca de Bucarest, para trasladarnos a Zarnesti, un pequeño pueblo en el corazón de los Cárpatos. Nuestro propósito es intentar cruzar en bicicleta la cordillera más importante de Rumanía y una de las cadenas montañosas más desconocidas del mundo.
Doce horas hemos tardado en llegar desde Valencia a este recóndito lugar, un amplio valle al sudeste de la misteriosa e inquietante región de Transilvania. Porque si Zarnesti es un pueblo apartado a los pies de un imponente macizo, Piatra Craiului, mucho más lo son las aldeas y granjas dispersas en sus bosques, bosques como jamás he visto y que parecen esconder en sus entrañas todo tipo de vida. Estamos ante las montañas más apartadas del viejo continente, regiones salvajes ancladas en el tiempo, territorios vírgenes donde la presencia del hombre es apenas una anécdota en el paisaje y cuyas cicatrices en la tierra se limitan al estrecho y curvo filo de la guadaña o las grafías de las ruedas tiradas por caballos sobre los prados de altura. El queso, la leche, el pan y los productos de esta tierra embarrada, tienen en su sabor la esencia del esfuerzo y también, la amenaza del hambre cuando los inviernos se muestran implacables.
Desde hacía años tenía en mente cruzar los Cárpatos en bicicleta de montaña. Una obsesión como geógrafo para ver y sentir, la naturaleza de una Europa inalterada. Una Europa confinada, primitiva y rural, testimonio de nuestro pasado no tan lejano, símbolo de la lucha del hombre por la supervivencia. Acompañado de mis mejores amigos, de esos que han costado de encontrar toda una vida, inseparables compañeros de viaje y dispuestos a sufrir a tu lado todo tipo de inclemencias, nos lanzamos casi a ciegas, a recorrer estas soberbias montañas. Andrea y Dani fueron nuestros guías rumanos y en ellos depositamos toda nuestra confianza por las oscuras sendas de los hayedos más densos del mundo.
La cordillera de los Cárpatos es una de las mayores cadenas montañosas del continente europeo. Forma un inmenso arco de 1500 km de longitud y unos 150 km aproximados de anchura a lo largo de las fronteras de Austria, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Ucrania, Rumanía, Serbia y el norte de Hungría. Tiene un tamaño tres veces superior a los Pirineos, aunque no alcancen tanta altura. Al igual que los Alpes, los Cárpatos son de origen alpino y se levantaron hace unos 26 millones de años. Su modelado, de cimas suaves y redondeadas, cubiertas de bosques primarios de incalculable valor para la humanidad, se debe a las erosiones glaciares y a los valles fluviales. La cumbre más alta de toda la cordillera es el Pico Gerlachov que se alza a 2654 m y se encuentra en los montes Tatras, que es la parte eslovaca de los Cárpatos. A pesar de su altura relativamente moderada, tanto el paisaje como la sensación cuando los atraviesas, es totalmente alpina ya que la altitud queda compensada por la latitud. La vertiente sur de la cordillera se divide en dos cuencas: la Panonica y la Transilvana, siendo esta última las más elevada y a la que dedicaremos nuestro esfuerzo.
Piatra Craului
Comenzamos nuestra travesía una soleada mañana de finales de primavera a los pies de la inmensa mole de Piatra Craului que domina el valle donde se ubica Zarnesti. Los bosques de Zarnesti son el último santuario del oso europeo y cuyo número se calcula en unos seis mil ejemplares. Andrea nos advierte que no salgamos del camino y que si surge algún apretón, seamos rápidos y sin escondernos en la espesura. Con estas advertencias en la mente y rodeados de caballos percherones, recorremos las primeras colinas y llegamos a Vulcan donde una iglesia fortificada nos llama poderosamente la atención, puesto que conserva íntegramente las murallas medievales que envuelven el recinto sagrado y recostadas sobre ellas, las antiguas casas con techumbre de madera. Durante días enteros pasaremos por hayedos que son ejemplos notables de cómo se colonizó un territorio tras la última glaciación, reservas genéticas de especies botánicas asociadas y donde se pueden observar los procesos ecológicos más completos y exhaustivos de los bosques primigenios ya casi desaparecidos en el resto de Europa. Y eso a pesar que de los bosques rumanos surgieron los postes de madera que sustentan Venecia, de la misma manera que la mano de obra ha levantado con la emigración, la construcción en Europa.
El paisaje rural de Rumanía es, a nivel humano, como la España de principios del siglo XX. De vez en cuando algún viejo Renault 12 rompe el silencio que a veces es tan absoluto, que durante horas sólo se escucha el sonido de los campesinos afilando las guadañas. Esa misma noche observaremos completo por primera vez, un eclipse lunar. Cinco horas después, como no hay cortinas en las habitaciones, el sol te despertará con toda su fuerza.
Seguimos nuestro camino recorriendo las partes altas del macizo y volvemos a los valles tan sólo para dormir. Familias enteras trabajan la tierra y se preparan para el invierno. La hierba es cortada y amontonada para poder alimentar al ganado cuando las nieves cubran los pastos y los niños, con apenas siete años, trabajan en el campo con sus padres.
Durante la ruta las iglesias ortodoxas salpican el paisaje aunque a veces, la altura de los árboles no dejará ver sus cúpulas. En su interior, un micro universo aislado, medieval, cerrado por iconostasios dorados donde se suceden, en orden histórico, las imágenes de origen bizantino que representan a los Padres del Concilio, los Santos, la Virgen y los Apóstoles. Un entorno sagrado donde no se nos permite, cruzar la puerta santa. En las cuevas se conservan también, monasterios de una humildad y pobreza extremas. Allí se refugiaron los monjes, huyendo de los tártaros y parece que de las paredes de la gruta emanan todavía, los cantos de los popes. Cirios, velones, iconos de rostros aureados, pinturas en la roca, cruces ortodoxas y el humo de las lamparillas crean un ambiente entre mágico y sacrosanto difícil de describir. Con la luz que emana de la llama de las candelas encendidas durante siglos dejamos testimonio escrito de nuestra presencia.
Paso de lobos
Hoy cruzaremos un cañón cuyo único camino es el lecho del río. No recuerdo los kilómetros que tuvimos que pedalear con el agua por las rodillas, pero superamos la docena. Un grupo de amigos de los pueblos cercanos nos acompañan en esta durísima etapa que me pasará factura el resto del viaje. Nos cuenta Dani que este estrecho cañón entre las montañas de Fundata, Fundatica, Dambovicioara y Ciocanu es un paso de lobos. Que a finales de año manadas enteras cruzan por el desfiladero que forma el río, porque es el único paso posible en sus migraciones entre zonas distantes de los Cárpatos.
- Hacer un vivac a la espera es emocionante -dice Dani- porque las noches de luna llena ves las manadas pasar silenciosas en pequeños grupos familiares, seis, diez, doce… Todos los rumanos respetan este paso y ningún ser humano osará hacerles daño mientras crucen en su migración anual en busca de comida. Y comeremos nosotros también, invitados por un buen amigo en el jardín de su casa de Magura. Sin vino esta vez pero con polenta, una especie de pasta de harina rellena de queso. Un queso fuerte y graso que también es, la esencia del paisaje.
Vlad the Impaler
- Hacer un vivac a la espera es emocionante -dice Dani- porque las noches de luna llena ves las manadas pasar silenciosas en pequeños grupos familiares, seis, diez, doce… Todos los rumanos respetan este paso y ningún ser humano osará hacerles daño mientras crucen en su migración anual en busca de comida. Y comeremos nosotros también, invitados por un buen amigo en el jardín de su casa de Magura. Sin vino esta vez pero con polenta, una especie de pasta de harina rellena de queso. Un queso fuerte y graso que también es, la esencia del paisaje.
Vlad the Impaler
A la mañana siguiente pasaremos por la población de Bran, dominada por el castillo de Vlad III el Empalador, príncipe de Valaquia. Conocido en todo el mundo como el conde Drácula, todo se debe a una novela de terror escrita por el irlandés Bram Stoker sobre un vampiro que viaja desde Transilvania a Londres a fin de someter al mundo. Se dice que Stoker fue asesorado por un amigo húngaro que le contó la vida del noble rumano quien torturaba a sus enemigos con uno de los mayores padecimientos a los que se puede someter a un ser humano, el empalamiento. Vlad III fue uno de los tres hijos legítimos de Vlad Dracul y un gran luchador contra la expansión del Imperio Turco. Su fama le viene por la extrema crueldad con todo aquel que cometía algún delito o le traicionaba. La visión de cientos de empalados desde lejos cuando se acercaban al castillo, disuadía a los ejércitos otomanos que jamás pasaron la frontera. Esa noche, por si acaso, dormiremos lejos, en un alojamiento alejado, el más solitario y aislado de toda la ruta. No hay nadie en la casa ni a kilómetros de ella. Un refugio de montaña en lo alto de una colina donde el viento y las tormentas no cesarán en toda la noche.
Desde Magura, el lugar donde hemos pasado la noche, saldremos a la mañana siguiente. Un grupo de niños con quienes estuve jugando el día anterior ya están desde muy temprano con el rebaño de ovejas y el mayor, cortando hierba con la espadaña. Viven solos con su madre y su abuela quienes, alcoholizadas, hacen lo que pueden por salir adelante. De su padre, nadie sabe nada. Su casa es pobre, de madera con techumbre de zinc y construida en una ladera de acusado desnivel
Tras un vertiginoso descenso entre hayedos inmensos que no dejan pasar la luz del sol, llegamos al fondo de una garganta donde el verde del bosque da paso al gris negruzco de las paredes de roca caliza. Distingo algunas vías de escalada y pasos difíciles que van quedando atrás hasta alcanzar un refugio con una gran cruz de metal en memoria de dos montañeros a quienes alcanzó un rayo en el interior. Al final del cañón un duro ascenso nos lleva de nuevo a la las colinas soleadas cubiertas de abetos. Una estrecha senda nos obliga a subir con la bici al hombro durante varios kilómetros hasta que alcanzamos los prados de altura. Hemos pasado de un bosque templado a un paisaje alpino. La vegetación también ha cambiado ya que aquí las especies se han adaptado al frío dejando más abajo, las caducifolias. Me comenta Dani que las vacas en esta zona producen leche de primera calidad porque comen plantas y flores aromáticas cuyo sabor transmiten a la leche. Estamos cruzando la carena, divisoria de aguas, por donde transcurrían los antiguos límites entre el Imperio Otomano y el Imperio Austrohúngaro. Descendemos con rapidez de nuevo, hacia los paisajes humanizados cuyos campos cultivados convierten el paisaje en un mosaico de color. Esa noche dormiremos en Moieciu de Sus, cuyos habitantes nos reciben con tacos de queso curado y Sura de Polinca, una especie de licor fuerte de ciruelas.
Buena cena, buen desayuno y buen alojamiento. Poco más podemos pedir en una casa construida íntegramente en madera. Estoy convencido que la han levantado ellos mismos, por eso los rumanos cuando emigran a otros países se atreven con todo tipo de trabajos. No obstante, esto también tiene sus problemas, ya que la falta de especialistas hace que las casas tengan numerosos defectos.
Brasov
A la mañana siguiente llegaremos a Brasov, una de las ciudades más interesantes de Rumanía y la mejor conservada de Transilvania. Con aire italiano, Brasov tiene numerosos palacios y casas señoriales, está totalmente amurallada y su perímetro responde a la ciudad original. Muy similar a Florencia, en Brasov se funden todos los estilos artísticos: barroco, gótico y renacentista. Es un milagro que se haya mantenido en pie tras la dictadura de Ceaucescu que no le tembló la mano para arrasar Bucarest y destruir su casco antiguo. Quizás aquí fue su población sajona, alemanes que emigraron a Transilvania, los que hicieron que Brasov se conservase íntegra. Pasaremos dos noches en un buen hotel, céntrico y confortable, puesto que dejamos para el último día, un treeking por el Seven Ladder Canyon, una cicatriz en el corazón de la Piatra Mare, la última estribación de los Cárpatos antes llegar a la depresión de Brasov, que marca el final de las montañas y con ellas, el final de nuestra travesía. Las bicis en esta ocasión, nos servirán para aproximarnos al gran cañón y las dejaremos escondidas entre la vegetación. Esa misma noche volverán a sus cajas de cartón y con ellas, regresaremos a casa.
Las montañas de Rumanía, al igual que el resto de las montañas del mundo, son los últimos espacios vírgenes del planeta. Son tierras de eterna belleza con sus campos de labranza y elevadas cumbres. Al margen de Europa y lejos de la economía desarrollada, osos, linces y lobos se esconden en sus bosques. Y mientras en las ciudades no puedes perder de vista ni la menos valiosa de tus propiedades, en los pueblos de Transilvania las llaves siempre están puestas en las cerraduras. Cuando viajamos a pie o en bici por las montañas, somos absolutamente diferentes a cuando estamos en las ciudades. Aquí nuestros sentidos se agudizan y te hacen estar siempre alerta, porque viajar, esforzarte, abandonar tu entorno cotidiano en busca de lo desconocido, no es más que la expresión física de nuestros sueños, de poner en práctica nuestras emociones. Y por eso escribimos también, para compartirlas y para hacerlas sentir.
En pocos lugares de Europa podremos observar un modo de vida tan medieval y quizás, los Cárpatos sean ese eslabón cultural y natural con el mundo antiguo. Caóticos, emotivos e irreverentes, religiosos también, los rumanos o hijos del pais de roma se consideran en gran parte, descendientes de los Dacios, una de las tribus de Tracia ya mencionadas por los geógrafos griegos como los habitantes de las llanuras más allá de las selvas.
Detrás nuestro va quedando el mar de bosques que asciende desde el fondo de los valles hacia las laderas de las montañas. Y allí, en apariencia vacío de rastro humano, quedan las iglesias ortodoxas, las casas de madera, los pueblos medievales y nuestros amigos. Porque así los consideramos desde el primer momento, quizás porque ellos ya lo sabían todo sobre mí.
La última cena en Brasov fue emotiva y conmovedora. Fuimos invitados por Andrea y Dani, para quienes supuso un esfuerzo importante puesto que los precios eran parisinos. Pocas veces he visto a un guía de montaña emocionarse ante una despedida y soltar alguna lágrima mientras nos abrazamos. Porque cuando has visto llorar a un guía entiendes de inmediato que éste no ha sido un viaje convencional, que parte de ti se queda en Transilvania, y parte de Andrea se ha venido con nosotros.
Y como siempre, ahí van las fotos.
Espero que os gusten
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