- ¿ Vosotros sois los del concurso internacional de saxo ?
Sorprendidos,
nos dimos la vuelta para verle la cara al fulano que nos había hecho
semejante pregunta. No estaba entonces el tema para bromas, la estación
del Norte hervía de gente inquieta y nerviosa, los viajes en tren a
causa de las intensas lluvias habían sido cancelados y los bultos del
anden no eran instrumentos musicales sino bicicletas desmontadas y
embaladas en fundas especiales. El joven, ante nuestra atónita mirada se
dio la vuelta y se fue a buscar, cargado con su saxo, por cierto
también de buen tamaño, a su grupo. Que más hubiésemos querido nosotros
que ser entonces una banda de música y partir hacia París. Nuestro
destino era muy distinto: cruzar el Alto Atlas Marroquí en bici de
montaña y para ello, teníamos que estar en Jerez a la mañana siguiente.
Las vias del ferrocarril estaban cortadas a la altura de Alzira y la
noche se presentaba muy movida.
Mal comienzo para una idea que había surgido un año antes: atravesar el Atlas en bici
era algo serio y se precisaba, además de estar en excelente forma
física, cierta experiencia, una gran capacidad de sufrimiento, y por supuesto, amar con locura las áridas montañas del sur.
El Achal N’Deram, la
montaña de las montañas, el Alto Atlas, atraviesa Marruecos de oeste a
este y divide el país en una región noroccidental, muy húmeda y en otra
sudoriental, semiárida y desértica. La mayor cordillera africana,
segunda en cuanto a altitud, está relativamente humanizada y alcanza, en
la cumbre del Toubkal, los 4.167 m sobre el nivel del mar. Tiene 450 km
de extremo a extremo y forma en el centro del país como una espina
imponente, con una inmensa variedad de paisajes donde se alternan vastas
mesetas, profundos valles, cañones y gargantas vertiginosas, desnudas
crestas rocosas e impresionantes macizos volcánicos. Atravesarla en
bici, tan solo con nuestro propio esfuerzo, significaba todo un reto.
La
verdadera aventura comenzó sin embargo en la frontera. Los funcionarios
marroquíes llevan su propio ritmo y es inútil desesperarse: inspección
de las bicicletas, pasaportes que van de mano en mano, negociaciones,
sobornos, al fin Tánger. Con la llegada por la tarde a Xauen y tras
pasar las murallas desde el cementerio musulmán, entramos en la Medina.
Hasta principios del siglo XX ningún cristiano hubiese osado entrar en
la Ciudad Santa del Rif sin poner en grave peligro su vida. De repente,
un mundo de sensaciones se abre ante nosotros: niños que juegan,
ancianos inmersos en sus chilabas, artesanos, ebanistas, curtidores,
mujeres ocultas por el velo del Islam y vida, sobre todo vida. A la
mañana siguiente llegamos a Midelt tras atravesar los ya escasos bosques
de cedros. El cedro del Atlas, es una especie que desde hace miles de
años cubre las laderas más húmedas del Alto y Medio Atlas. Puede llegar a
alcanzar los 60 m de altura y tener hasta cuatrocientos años de edad.
Proporciona una madera aromática muy apreciada por los ebanistas. En
ellos viven los monos de Gibraltar y todavía quedan algunos ejemplares
de leopardos aunque el león del Atlas desapareció a principios de siglo.
De los espesos bosques de cedros que antaño cubrían el Rif y el Atlas,
apenas quedan 74.000 Ha y éstas se encuentran en grave proceso de
deforestación. Las talas abusivas en un país pobre, el sobrepastoreo y
la excesiva presión demográfica acabarán en pocos años con las escasas
manchas todavía existentes.
Por
fin, el cuatro de octubre comienza la gran travesía. Zeïda es la última
ciudad que vemos en muchos dias. Un precioso nombre para una peligrosa
población, atestada de militares, droga, prostitución y delincuencia.
Con ella quedan los últimos rasgos de “civilización” según nuestro
concepto occidental y nos embarcamos en la máquina del tiempo. Bastan
unas horas de pedaleo para alejarnos del mundo y llegar más allá del
neolítico. A través del Plató Árido pronto vemos frente a nosotros la inmensa mole alargada del Ayashi que
con sus 3787 m desafía nuestro esfuerzo. Comienza el viaje por el
tiempo, cientos de niños descalzos salen por doquier y te persiguen, mesie, mesie, otros,
los más mayores resultan peligrosos, piedras, palos, griterío. A veces
los más rápidos tienen que adelantarse para despistarlos y ofrecerles
caramelos, momento que debemos aprovechar el resto para cruzar los
poblados por sus caminos más elevados. Las
encinas, sabinas y enebros dan paso a cedros enfermos. Estos, sin
sotobosque, son ya ejemplares relictuales que a su muerte nada ocupará
su lugar. El paisaje, a medida que ganamos altura se hace más duro,
agreste, salvaje. Pero por remoto y desolado que parezca el lugar donde
te encuentres, jamás estarás solo en el Atlas. En cualquier momento que
te detengas siempre tienes las sensación de estar vigilado, a poco que
te fijes, los pastores envueltos en sus capas de piel de cabra y
turbante, se confunden con el color de la tierra. Algunos se acercan, te
estrechan la mano y luego la besan.
Los niños de nuevo, vuelven a
aparecer por docenas desde cualquier rincón. Poco ha cambiado para ellos
la vida en los últimos mil años, aunque parezca bucólica y tranquila,
la vida aquí es durísima. La mayor parte del año, el Alto Atlas está
cubierto de nieve y parte del tiempo en primavera se emplea en
recomponer los desperfectos del invierno, comenzando por los tejados y
reparando los muretes que afianzan el suelo cultivable. Las casas son
austeras y muy pobres, sin electricidad, calefacción, agua potable ni
tan siquiera mobiliario. La tierra, siempre sedienta, está surcada por
profundos barrancos abiertos como grandes cicatrices y los pueblos
beréberes adaptados al medio y en difícil equilibrio con sus montañas,
viven en unas condiciones autárquicas de total subsistencia. Los
beréberes, llamados a sí mismos Imaziguem que
significa “hombres libres”, son un pueblo de espíritu orgulloso que
conserva sus costumbres milenarias. Perdida su posición de guerreros,
siguen siendo independientes y los hombres se dedican al pastoreo y al
comercio. La mujer beréber hace absolutamente de todo, excepto preparar
el té, tarea sagrada en extremo reservada a los hombres. Guisan, tejen,
hacen el pan, se encargan de los animales, trabajan los exiguos campos,
cuidan los hijos y hermanos y van a por agua desde su más tierna
infancia. Al contrario que los árabes, ellas son incluso, las que eligen
al marido.
Van
pasando los dias y con la altitud, el paisaje siempre cambiante va
adquiriendo mayor fuerza, los elevados valles me recuerdan los prados y
navas de Javalambre, parajes por los que siempre he sentido una especial
fascinación.
“Paso mucho tiempo solo, -escribo en mi cuaderno de viaje -mi afición a la fotografía hace que me descuelgue del grupo y la mayor parte del recorrido voy en solitario. Los niños se han convertido en una pesadilla
y hay momentos que tengo miedo. En uno de los poblados, niños y no tan
niños han intentado pararme. Se colocan frente a mí cortando el camino
cogidos de la mano. No me detengo, les grito y pedaleo con más fuerza. A
veces te indican el camino equivocado a propósito. Creo que no hay en
ellos malas intenciones, pero en ese momento no tengo mucho interés en
comprobarlo. Deseo acabar, sesenta kilómetros superando collados a dos
mil quinientos metros son un buen motivo para querer descansar… Llego al
campamento al anochecer. Destemplado por el esfuerzo, el baño en las
aguas heladas y turbias del rio es un sacrificio nada agradable, pero la
higiene en un deporte como la bici de montaña es fundamental. Diez dias
son muchos para obviarla… Con la puesta de sol la temperatura baja
bruscamente y el intenso frío hace que las tertulias con los compañeros y
la cena no se alarguen demasiado. En el saco, dentro de la tienda, el
cansancio no me deja meditar, tampoco puedo disfrutar del cielo más
estrellado que haya visto jamás”
La mañana amanece fria y gris. A pesar de haber dormido mas de diez horas, no me
encuentro bien. El cañón del rio y los cedros enfermos tienen un
aspecto hostil. Hoy vamos a pasar el collado que separa el Ayashi y el
Aderdouz con el Masker (3.277 m). Poco antes de alcanzar los 2.760 m
comienza la lluvia. Cada vez más persistente, se convierte pronto en una
terrible granizada haciendo que la ascensión sea un verdadero infierno,
las piedras me golpean el casco y las piernas. El frio te deja
insensibles las manos sin apenas fuerza para frenar. Un montón de ideas
confusas asaltan mi cabeza; pero ¿qué hago yo aquí?
Tengo un nuevo libro a punto de publicar, buenos amigos en Valencia y
una familia que me espera. No lo entiendo. Me vienen a la mente las
excursiones por nuestras
montañas, allí la lluvia siempres la agradeces. He soportado muchas
veces el agua y la nieve, a pie y en bici, pero en unas horas tienes una
ducha caliente y un café que te dejan de nuevo para volver a empezar, pero aquí…!
De
repente, alguien grita a mis espaldas, es un niña que me señala su
casa, de adobe y paja como todas. Lleva un vaso en la mano y veo a su
madre a lo lejos haciéndome señas, paro y me acerco a ellas, me invitan a
entrar. Su hogar no tiene más mobiliario que una jarapa de lana en el
suelo y en el centro, un pequeño brasero. El té caliente tiene un fuerte
sabor a menta. Pronto aparece el padre con dos pequeños más, es joven
pero parece mucho mayor. Me ofrece un mugriento jersey, se
lo agradezco pero trato de explicarle que no es necesario. La ropa que
llevo la utilizo habitualmente en montaña y en apenas diez minutos
estará seca, no logro que me entienda pero no importa. Aunque la lluvia
persiste, tengo que continuar, pues se me puede hacer de noche. Les
ofrezco unos dirhams pero se ofenden, aún así lo dejo en una pequeña
repisa sin que me vean. Tras rebasar el collado vuelve a aparecer el sol
y un inmenso arco iris cubre todo el valle, consigo fotografiarlo en
toda su extensión por primera vez en mi vida.
Establecemos el campamento en un amplio prado a orillas del rio Alf Melloul, cerca de Imichil poblado de la tribu de los Ait Haddidu. No muy lejos, pero a mayor altitud se encuentran los lagos glaciares de Isli y Tislit. Allí todos los años en septiembre, se celebra el Musem,
la fiesta de las novias, en la que las jóvenes beréberes elegirán a su
marido. Pasamos dos dias aquí y las noticias corren rápido en el Atlas.
Los pastores bajan de las montañas y nos acompañan junto al fuego con
sus tarijas y algún improvisado violín construido con una lata vacía de
aceite. Hoy sí puedo disfrutar del cielo, increíblemente estrellado, la
media luna del Islam brilla con toda su intensidad y nos recuerda que
los días van pasando. El cuerpo, tras los malos ratos, ya se ha adaptado
a esta nueva vida. Queda no obstante, la etapa más fuerte de nuestro
viaje: la ascensión al Tizi N’ Ouano, que a 3.140 m es la línea divisoria de aguas del Atlas. Desde lo alto, si el dia es claro, podremos ver ya las dunas del Sahara.
“Hoy hemos superado el Tizi N’ Ouano -escribo en mi diario-, he cruzado el terrible collado mientras
se ponía el sol. Unos cuantos del grupo habían preparado para este
recorrido, más de veinte km de constante e implacable ascenso, una
contrareloj. Lo siento, no puedo acostumbrarme, una contrareloj en bici y
a tres mil metros de altura, en un lugar como éste, es un insulto al
paisaje, a los sentidos y a Alá por permitirnos cruzar sus montañas. En
pocos lugares del mundo podremos sentirnos seres tan privilegiados al
pedalear a esta altitud en un paraje único. Jamás he compartido el
aspecto competitivo de la bici de montaña y mucho menos si se realiza
tan cerca del cielo”.
Tras
seis horas de continuo desnivel, lejanos collados que nunca llegan y
distancias interminables, alcanzo el punto más alto de nuestro viaje.
Las proporciones a las que no estoy acostumbrado me desconciertan,
podemos estar varios dias a pie o muchas horas en bici sin salir del
mismo valle y siempre a la vista del mismo horizonte sin que este se
engrandezca. Apenas tengo tiempo para hacer la foto obligada, las
sombras cubren ya las montañas sin fin que nos rodean, el contraste de
luz es muy fuerte y el frio cada vez más intenso, utilizo toda la ropa
que llevo en la mochila y comienzo el descenso. Vuelvo a mis notas de
viaje:
“Los
brazos y los riñones me duelen después de casi siete horas sobre la
bici y necesito parar con frecuencia. La pista parece un hilo apenas
visible en las laderas de este inmenso macizo. Las pizarras puntiagudas y
los continuos desprendimientos te obligan a prestar la máxima atención
durante los treinta kms que quedan todavía de descenso. Llego, como
siempre, de noche tras finalizar la etapa por el interior un profundo rio encajado entre elevadas paredes verticales”.
Esta
es la última noche que podré contemplar el cielo del Atlas, mañana, con
la llegada a las Gargantas del Dadés finalizará la travesía. Hoy sí
tengo tiempo para pensar, los millones de estrellas hacen que pueda escribir sin apenas luz en el frontal:
“Cuando
lleguéis a alguna de las tantas y tantas masías abandonadas, orientadas
al sol de medio dia, colgadas al vacío en las laderas de algún barranco
casi inaccesible donde el
bosque ha recubierto de nuevo los bancales, y no encontréis explicación a
como pudieron subsistir allí sus habitantes, preguntad a los pastores
del Achal N’ Deram. Aunque nos cueste creerlo, la vida allí, en el
Maestrat, Els Ports o la Vall de Gallinera también fue algún dia tan
intensa. Aquí, en estos poblados anclados en la historia, he aprendido
como sería la vida en el interior valenciano hasta su completo abandono.
Y como vivían los moriscos en las montañas hormiguero mucho antes,
aprovechando los escasos recursos que las altas y frías tierras de
interior les eran capaces de dar”.
Reparto
la ropa que me queda entre los pastores que me observan mientras repaso
la bicicleta y regalo mi mochila a un niño. Mas de diez mil kms por las
pistas forestales de las montañas valencianas había recorrido conmigo,
ahora a la espalda de un niño beréber, también quizá le acompañe a la
escuela.
Unos
dias después desde Marrakesh, la inquietante y misteriosa ciudad
amurallada del sur, ya a las puertas del Sahara donde se fusionan las
culturas negra, árabe y beréber, volveremos a casa. Mientras desmontamos
las bicis y cargamos el equipaje, la voz del Muecín, igual que desde
hace siglos, llama a sus fieles a la oración desde lo alto de la
Kutubia.
José Manuel Almerich