jueves, 25 de diciembre de 2014

La sierra de Santa Pola

José Manuel Almerich


Pocos lugares junto al mar quedan ya libres de urbanizar. Las últimas sierras litorales luchan por sobrevivir en un entorno caótico y excesivamente humanizado. Preservar estos paisajes para el futuro debería ser la prioridad absoluta, por nosotros y por los que nos suceden, si no queremos acabar definitivamente con el atractivo, que allá por los años sesenta, atrajeron a los primeros turistas.



Cuando hablamos de turismo de playa, olvidamos con frecuencia otros valores que limitan de forma injusta el conocimiento de nuestras costas. Cientos de turistas las visitan cada año sin mayores pretensiones que tomar el sol, descansar y disfrutar de un buen baño en sus aguas transparentes pero lugares como la sierra de Irta, la última franja virgen declarada Parque Natural, la Serra Gelada de imponentes acantilados frente al mar, o la sierra de Santa Pola pasan desapercibidas cuando son lugares únicos donde todavía puede observarse lo que fue el paisaje primigenio del litoral mediterráneo. 


Santa Pola es, sin lugar a dudas, la población alicantina que mayores alicientes y diversidad de paisajes posee, y además de la playa virgen de el Pinet, las salinas y las dunas, la sierra de Santa Pola es uno de los escasos ejemplos de arrecife fósil de todo el mediterráneo penínsular. La sierra de Santa Pola, conocida desde antiguo como el Cap de l’Aljub, es una verdadera joya geológica y paisajística, injustamente olvidada y desprotegida. En sus orígenes la sierra de Santa Pola fue una isla, puesto que la línea de costa se encontraba mucho más al interior. Batida por el oleaje, se fueron modelando los acantilados que, muy cerca del mar, alcanzan los 143 m de altitud. Hace 20 millones de años se levantó este gran domo que conforma actualmente una meseta ligeramente basculada hacia el oeste. A su importancia geológica va ligada la excepcional riqueza botánica, mucho más abundante y variada de lo que a simple vista parece. Distintas comunidades vegetales habitan el paraje, y algunas especies son únicas y exclusivas de esta zona. Los endemismos como la biscutella lucentina, que crece en los rincones más agrestes y umbríos de los barrancos de la sierra, es una planta limitada a la zona meridional alicantina.


 
Desde las bosquinas semiáridas hasta las especies introducidas por el hombre como el eucaliptus, la mimosa, el ciprés o el pino carrasco, la sierra conserva una vegetación que soporta al límite los veranos calurosos y la sequedad de un clima extremo, amen de la presión antrópica a la que siempre se ha visto sometida. La sierra conserva también un patrimonio cultural muy interesante, centrado sobre todo en los algibes, construcciones para recoger el agua de lluvia ante la inexistencia de fuentes, antiguas explotaciones abandonadas, casas de campo, veredas y los bunkers de la guerra civil que, dispersos por la sierra y estratégicamente situados, son mudos testigos de lo que fue la peor tragedia de España. Bajo, junto al mar, en la franja litoral que rodea el domo, una serie de calas y dunas fósiles se alternan siguiendo la línea de costa hasta las playas del Carabassí donde las dunas de arena avanzan tragándose los olivos y algarrobos que un día el hombre plantó en su camino. Junto a la ermita de Santa Bárbara, ya en término de Elche, el paisaje se enriquece y las playas aquí, sin alteraciones urbanísticas, alcanzan unas dimensiones considerables. Desde que fue prohibida en las cercanías del Clot de Galvany, la zona húmeda que limita la sierra por el norte, la extracción de arena, las dunas han ido poco a poco creciendo y desarrollándose. Todo este entorno posee un valor paisajístico y geológico excepcional, pero las amenazas de destrucción se ciernen inquietantes desde lo alto de las grúas que ya se asoman frente al Clot. Y es que la presión urbanística es tal, que ya ha acabado con dos terceras partes de la sierra de Santa Pola. La urbanización Gran Alacant ha sido la más brutal de sus agresiones, y las vertientes septentrionales de la sierra han sido literalmente arrasadas, cubiertas de hormigón y construidas cientos de viviendas que parecen luchar entre ellas por ver entre las paredes un trocito de mar. Por otro lado, los edificios de grandes dimensiones cerca de la Torre de la Escaleta han destruido también irreversiblemente el paisaje y afectado de forma grave al ecosistema dunar.


La sierra de Santa Pola constituye uno de los lugares de mayor interés natural y paisajístico de toda la costa de Alicante. Es una reserva geobotánica a pesar de su apariencia árida. Conservar lo que queda de ella, su franja costera y su sistema dunar para las futuras generaciones es una obligación moral y nuestra responsabilidad como sociedad civilizada. Es un patrimonio cultural y natural no sólo de sus habitantes sino de todo aquel que desee visitarla. Su destrucción definitiva significaría erradicar un paraje único e hipotecar el futuro turístico a medio plazo. 


La ciudad de Santa Pola todavía está a tiempo de conservar parte de ella, al igual que lo ha hecho con las playas vírgenes del Pinet y las Salinas. Mientras tanto, frente a la playa Lisa o Varadero, decenas de roulottes aparcadas pasan sus vacaciones en una especie de acampada consentida. Para este tipo de turismo, cuya gastronomía se limita al hipermercado y utiliza las aceras del paseo marítimo como salón de te, los valores naturales de Santa Pola también les serán ajenos, al igual que sus hoteles, su caldero de pescado, su arquitectura rural o sus magnificas playas, desde las que, allá por mayo de 1900 fueran el primer lugar de la Comunidad Valenciana por donde se introdujo y se expandió el fútbol, traído como no, por los marineros ingleses del buque Theseus en cuyos ratos de ocio practicaban en la playa aquel extraño juego que denominaban foot-ball.
                                                                                                      

lunes, 22 de diciembre de 2014

Las Montañas del Sur

José Manuel Almerich

 


















- ¿ Vosotros sois los del concurso internacional de saxo ?

                Sorprendidos, nos dimos la vuelta para verle la cara al fulano que nos había hecho semejante pregunta. No estaba entonces el tema para bromas, la estación del Norte hervía de gente inquieta y nerviosa, los viajes en tren a causa de las intensas lluvias habían sido cancelados y los bultos del anden no eran instrumentos musicales sino bicicletas desmontadas y embaladas en fundas especiales. El joven, ante nuestra atónita mirada se dio la vuelta y se fue a buscar, cargado con su saxo, por cierto también de buen tamaño, a su grupo. Que más hubiésemos querido nosotros que ser entonces una banda de música y partir hacia París. Nuestro destino era muy distinto: cruzar el Alto Atlas Marroquí en bici de montaña y para ello, teníamos que estar en Jerez a la mañana siguiente. Las vias del ferrocarril estaban cortadas a la altura de Alzira y la noche se presentaba muy movida.


  
                 Mal comienzo para una idea que había surgido un año antes: atravesar el Atlas en bici era algo serio y se precisaba, además de estar en excelente forma física, cierta experiencia, una gran capacidad de sufrimiento,  y por supuesto, amar con locura las áridas montañas del sur.
                 El Achal N’Deram, la montaña de las montañas, el Alto Atlas, atraviesa Marruecos de oeste a este y divide el país en una región noroccidental, muy húmeda y en otra sudoriental, semiárida y desértica. La mayor cordillera africana, segunda en cuanto a altitud, está relativamente humanizada y alcanza, en la cumbre del Toubkal, los 4.167 m sobre el nivel del mar. Tiene 450 km de extremo a extremo y forma en el centro del país como una espina imponente, con una inmensa variedad de paisajes donde se alternan vastas mesetas, profundos valles, cañones y gargantas vertiginosas, desnudas crestas rocosas e impresionantes macizos volcánicos. Atravesarla en bici, tan solo con nuestro propio esfuerzo, significaba todo un reto.


                 La verdadera aventura comenzó sin embargo en la frontera. Los funcionarios marroquíes llevan su propio ritmo y es inútil desesperarse: inspección de las bicicletas, pasaportes que van de mano en mano, negociaciones, sobornos, al fin Tánger. Con la llegada por la tarde a Xauen y tras pasar las murallas desde el cementerio musulmán, entramos en la Medina. Hasta principios del siglo XX ningún cristiano hubiese osado entrar en la Ciudad Santa del Rif sin poner en grave peligro su vida. De repente, un mundo de sensaciones se abre ante nosotros: niños que juegan, ancianos inmersos en sus chilabas, artesanos, ebanistas, curtidores, mujeres ocultas por el velo del Islam y vida, sobre todo vida. A la mañana siguiente llegamos a Midelt tras atravesar los ya escasos bosques de cedros. El cedro del Atlas, es una especie que desde hace miles de años cubre las laderas más húmedas del Alto y Medio Atlas. Puede llegar a alcanzar los 60 m de altura y tener hasta cuatrocientos años de edad. Proporciona una madera aromática muy apreciada por los ebanistas. En ellos viven los monos de Gibraltar y todavía quedan algunos ejemplares de leopardos aunque el león del Atlas desapareció a principios de siglo. De los espesos bosques de cedros que antaño cubrían el Rif y el Atlas, apenas quedan 74.000 Ha y éstas se encuentran en grave proceso de deforestación. Las talas abusivas en un país pobre, el sobrepastoreo y la excesiva presión demográfica acabarán en pocos años con las escasas manchas todavía existentes.
 
                 Por fin, el cuatro de octubre comienza la gran travesía. Zeïda es la última ciudad que vemos en muchos dias. Un precioso nombre para una peligrosa población, atestada de militares, droga, prostitución y delincuencia. Con ella quedan los últimos rasgos de “civilización” según nuestro concepto occidental y nos embarcamos en la máquina del tiempo. Bastan unas horas de pedaleo para alejarnos del mundo y llegar más allá del neolítico. A través del Plató Árido pronto vemos frente a nosotros la inmensa mole alargada del Ayashi que con sus 3787 m desafía nuestro esfuerzo. Comienza el viaje por el tiempo, cientos de niños descalzos salen por doquier y te persiguen, mesie, mesie,  otros, los más mayores resultan peligrosos, piedras, palos, griterío. A veces los más rápidos tienen que adelantarse para despistarlos y ofrecerles caramelos, momento que debemos aprovechar el resto para cruzar los poblados por sus caminos más elevados.  Las encinas, sabinas y enebros dan paso a cedros enfermos. Estos, sin sotobosque, son ya ejemplares relictuales que a su muerte nada ocupará su lugar. El paisaje, a medida que ganamos altura se hace más duro, agreste, salvaje. Pero por remoto y desolado que parezca el lugar donde te encuentres, jamás estarás solo en el Atlas. En cualquier momento que te detengas siempre tienes las sensación de estar vigilado, a poco que te fijes, los pastores envueltos en sus capas de piel de cabra y turbante, se confunden con el color de la tierra. Algunos se acercan, te estrechan la mano y luego la besan.

Los niños de nuevo, vuelven a aparecer por docenas desde cualquier rincón. Poco ha cambiado para ellos la vida en los últimos mil años, aunque parezca bucólica y tranquila, la vida aquí es durísima. La mayor parte del año, el Alto Atlas está cubierto de nieve y parte del tiempo en primavera se emplea en recomponer los desperfectos del invierno, comenzando por los tejados y reparando los muretes que afianzan el suelo cultivable. Las casas son austeras y muy pobres, sin electricidad, calefacción, agua potable ni tan siquiera mobiliario. La tierra, siempre sedienta, está surcada por profundos barrancos abiertos como grandes cicatrices y los pueblos beréberes adaptados al medio y en difícil equilibrio con sus montañas, viven en unas condiciones autárquicas de total subsistencia. Los beréberes, llamados a sí mismos Imaziguem que significa “hombres libres”, son un pueblo de espíritu orgulloso que conserva sus costumbres milenarias. Perdida su posición de guerreros, siguen siendo independientes y los hombres se dedican al pastoreo y al comercio. La mujer beréber hace absolutamente de todo, excepto preparar el té, tarea sagrada en extremo reservada a los hombres. Guisan, tejen, hacen el pan, se encargan de los animales, trabajan los exiguos campos, cuidan los hijos y hermanos y van a por agua desde su más tierna infancia. Al contrario que los árabes, ellas son incluso, las que eligen al marido.
                 Van pasando los dias y con la altitud, el paisaje siempre cambiante va adquiriendo mayor fuerza, los elevados valles me recuerdan los prados y navas de Javalambre, parajes por los que siempre he sentido una especial fascinación. 


                  “Paso mucho tiempo solo, -escribo en mi cuaderno de viaje -mi afición a la fotografía hace que me descuelgue del grupo y la mayor parte del recorrido voy en solitario. Los niños se han convertido en una  pesadilla y hay momentos que tengo miedo. En uno de los poblados, niños y no tan niños han intentado pararme. Se colocan frente a mí cortando el camino cogidos de la mano. No me detengo, les grito y pedaleo con más fuerza. A veces te indican el camino equivocado a propósito. Creo que no hay en ellos malas intenciones, pero en ese momento no tengo mucho interés en comprobarlo. Deseo acabar, sesenta kilómetros superando collados a dos mil quinientos metros son un buen motivo para querer descansar… Llego al campamento al anochecer. Destemplado por el esfuerzo, el baño en las aguas heladas y turbias del rio es un sacrificio nada agradable, pero la higiene en un deporte como la bici de montaña es fundamental. Diez dias son muchos para obviarla… Con la puesta de sol la temperatura baja bruscamente y el intenso frío hace que las tertulias con los compañeros y la cena no se alarguen demasiado. En el saco, dentro de la tienda, el cansancio no me deja meditar, tampoco puedo disfrutar del cielo más estrellado que haya visto jamás”





La mañana amanece fria y gris. A pesar de haber dormido mas de diez horas, no  me encuentro bien. El cañón del rio y los cedros enfermos tienen un aspecto hostil. Hoy vamos a pasar el collado que separa el Ayashi y el Aderdouz con el Masker (3.277 m). Poco antes de alcanzar los 2.760 m comienza la lluvia. Cada vez más persistente, se convierte pronto en una terrible granizada haciendo que la ascensión sea un verdadero infierno, las piedras me golpean el casco y las piernas. El frio te deja insensibles las manos sin apenas fuerza para frenar. Un montón de ideas confusas asaltan mi cabeza; pero ¿qué hago yo aquí? Tengo un nuevo libro a punto de publicar, buenos amigos en Valencia y una familia que me espera. No lo entiendo. Me vienen a la mente las excursiones  por nuestras montañas, allí la lluvia siempres la agradeces. He soportado muchas veces el agua y la nieve, a pie y en bici, pero en unas horas tienes una ducha caliente y un café  que te dejan de nuevo para volver a empezar, pero aquí…! 


 De repente, alguien grita a mis espaldas, es un niña que me señala su casa, de adobe y paja como todas. Lleva un vaso en la mano y veo a su madre a lo lejos haciéndome señas, paro y me acerco a ellas, me invitan a entrar. Su hogar no tiene más mobiliario que una jarapa de lana en el suelo y en el centro, un pequeño brasero. El té caliente tiene un fuerte sabor a menta. Pronto aparece el padre con dos pequeños más, es joven pero parece mucho mayor. Me ofrece un mugriento jersey,  se lo agradezco pero trato de explicarle que no es necesario. La ropa que llevo la utilizo habitualmente en montaña y en apenas diez minutos estará seca, no logro que me entienda pero no importa. Aunque la lluvia persiste, tengo que continuar, pues se me puede hacer de noche. Les ofrezco unos dirhams pero se ofenden, aún así lo dejo en una pequeña repisa sin que me vean. Tras rebasar el collado vuelve a aparecer el sol y un inmenso arco iris cubre todo el valle, consigo fotografiarlo en toda su extensión por primera vez en mi vida.


                 Establecemos el campamento en un amplio prado a orillas del rio Alf Melloul, cerca de Imichil poblado de la tribu de los Ait Haddidu. No muy lejos, pero a mayor altitud se encuentran los lagos glaciares de Isli y Tislit. Allí todos los años en septiembre, se celebra el Musem, la fiesta de las novias, en la que las jóvenes beréberes elegirán a su marido. Pasamos dos dias aquí y las noticias corren rápido en el Atlas. Los pastores bajan de las montañas y nos acompañan junto al fuego con sus tarijas y algún improvisado violín construido con una lata vacía de aceite. Hoy sí puedo disfrutar del cielo, increíblemente estrellado, la media luna del Islam brilla con toda su intensidad y nos recuerda que los días van pasando. El cuerpo, tras los malos ratos, ya se ha adaptado a esta nueva vida. Queda no obstante, la etapa más fuerte de nuestro viaje: la ascensión al Tizi N’ Ouano, que a 3.140 m  es la línea divisoria de aguas del Atlas. Desde lo alto, si el dia es claro, podremos ver ya las dunas del Sahara.


                 “Hoy hemos superado el Tizi N’ Ouano -escribo en mi diario-, he cruzado el terrible collado mientras se ponía el sol. Unos cuantos del grupo habían preparado para este recorrido, más de veinte km de constante e implacable ascenso, una contrareloj. Lo siento, no puedo acostumbrarme, una contrareloj en bici y a tres mil metros de altura, en un lugar como éste, es un insulto al paisaje, a los sentidos y a Alá por permitirnos cruzar sus montañas. En pocos lugares del mundo podremos sentirnos seres tan privilegiados al pedalear a esta altitud en un paraje único. Jamás he compartido el aspecto competitivo de la bici de montaña y mucho menos si se realiza tan cerca del cielo”.
                 Tras seis horas de continuo desnivel, lejanos collados que nunca llegan y distancias interminables, alcanzo el punto más alto de nuestro viaje. Las proporciones a las que no estoy acostumbrado me desconciertan, podemos estar varios dias a pie o muchas horas en bici sin salir del mismo valle y siempre a la vista del mismo horizonte sin que este se engrandezca. Apenas tengo tiempo para hacer la foto obligada, las sombras cubren ya las montañas sin fin que nos rodean, el contraste de luz es muy fuerte y el frio cada vez más intenso, utilizo toda la ropa que llevo en la mochila y comienzo el descenso. Vuelvo a mis notas de viaje: 


                 “Los brazos y los riñones me duelen después de casi siete horas sobre la bici y necesito parar con frecuencia. La pista parece un hilo apenas visible en las laderas de este inmenso macizo. Las pizarras puntiagudas y los continuos desprendimientos te obligan a prestar la máxima atención durante los treinta kms que quedan todavía de descenso. Llego, como siempre, de noche  tras finalizar la etapa por el interior un profundo rio encajado entre elevadas paredes verticales”.

  
                 Esta es la última noche que podré contemplar el cielo del Atlas, mañana, con la llegada a las Gargantas del Dadés finalizará la travesía. Hoy sí tengo tiempo para pensar,  los millones de estrellas hacen que pueda escribir sin apenas luz en el frontal:
                 “Cuando lleguéis a alguna de las tantas y tantas masías abandonadas, orientadas al sol de medio dia, colgadas al vacío en las laderas de algún barranco casi inaccesible  donde el bosque ha recubierto de nuevo los bancales, y no encontréis explicación a como pudieron subsistir allí sus habitantes, preguntad a los pastores del Achal N’ Deram. Aunque nos cueste creerlo, la vida allí, en el Maestrat, Els Ports o la Vall de Gallinera también fue algún dia  tan intensa. Aquí, en estos poblados anclados en la historia, he aprendido como sería la vida en el interior valenciano hasta su completo abandono. Y como vivían los moriscos en las montañas hormiguero mucho antes, aprovechando los escasos recursos que las altas y frías tierras de interior les eran capaces de dar”.

                 Reparto la ropa que me queda entre los pastores que me observan mientras repaso la bicicleta y regalo mi mochila a un niño. Mas de diez mil kms por las pistas forestales de las montañas valencianas había recorrido conmigo, ahora a la espalda de un niño beréber, también quizá le acompañe a la escuela.


                 Unos dias después desde Marrakesh, la inquietante y misteriosa ciudad amurallada del sur, ya a las puertas del Sahara donde se fusionan las culturas negra, árabe y beréber, volveremos a casa. Mientras desmontamos las bicis y cargamos el equipaje, la voz del Muecín, igual que desde hace siglos, llama a sus fieles a la oración desde lo alto de la Kutubia. 

José Manuel Almerich
   

      

miércoles, 10 de diciembre de 2014

La caseta del tío Honorio

José Manuel Almerich


Recorde el moment quan vaig obrir el sobre que el meu bon amic Jordi Oltra i Benavent em va fer arribar uns dies després de recórrer el Camí de la Falaguera i passar al costat d’una casa vella i misteriosa, en un dels racons més solitaris i amagats de la serra del Buixcarró. Com sempre ens sol succeir, acostar-nos a un mas abandonat és un dels moments més enigmàtics de les nostres excursions, i la casa, els arbres i els camps erms solen estar rodejats d’una inquietant sensació de soledat, d’un ambient quasi sagrat i d’una energia màgica que impregna els llocs que han tingut una vida intensa.
            De vegades resulta difícil imaginar el treball de l’home, els animals domèstics o la cridòria dels xiquets jugant al costat de la casa. La ubicació de les masies i l’arquitectura de la pedra seca en la muntanya sempre ens ha impactat d’una forma febril i ens ha fet meditar sobre la duresa de la vida immersos en una naturalesa, dura i cruel, en la qual nosaltres, mig segle després, ens vam endinsar ara per pur plaer. 

             En el cas del Racó dels Cacahueros, el lloc on es troba encara dreta la casa que fou del tio Honorio; tenia un magnetisme especial i un misteri potser aguditzat per la pluja persistent que ens havia acompanyat tot el matí.
             Reconec que vaig arribar a emocionar-me en llegir detingudament el contingut del sobre en qüestió, un quadern escrit pel Dr. Rafael Mahiques i publicat feia unes dècades per l’Ajuntament de Quatretonda. El breu treball d’investigació era una aproximació a l’obra del tio Honorio, a la vida d’un masover que va viure al Racó dels Cacahueros. Un homenatge a la persona que va passar 21 anys en aquest racó apartat de la serra, i els últims nou des que va morir la seua companya, en la soledat més absoluta.


Honorio Oltra i Benavent havia nascut a Quatretonda l’any 1864 i va morir a Pinet en 1956, on està soterrat. Va viure al Racó, una parcel·la de terra immersa entre muntanyes on cultivava cacau, tramussos, blat, figues, dacsa, alfals, ordi, codonys i alguns fruiters, a més de recol·lectar les plantes medicinals i aromàtiques que trobava per la serra. També l’acompanyaven alguns animals en el seu quefer diari: un ruc per al treball i un gosset que el seguia pertot. El tio Honorio solia baixar als pobles més pròxims, Quatretonda o Pinet, a comprar utensilis i ferramentes, roba i aliments, així com per visitar els seus familiars que a penes es recordaven d’ell. Hi tornava a poqueta nit, mentre el so dels ocells impregnava l’ambient i l’aroma del timonet li recordava quina era la seua autèntica llar. A sa casa, precisament, van dormir caçadors, caminants, amics i algun maqui, per la qual cosa hagué de passar una temporada a la presó de Xàtiva. Només va anar a missa el dia del seu casament, i afirmava sovint que la seua única religió era la natura, encara que de tant en tant recorria a complicats rituals d’origen cristià durant les curacions que practicava.

 Font de la Falaguera
             El tio Honorio va ser una persona admirada per tots els qui el van conéixer, i amb un talent científic excepcional per a la formació d’aquella època. Durant la seua vida va escriure tres volums manuscrits numerats, amb un total de 161 pàgines en què apareixen fórmules i procediments curatius. Relativament conservats, els llibres estan escrits amb ploma i tinter, fet que ha ocasionat que en alguns casos el text, per causa del pas del temps i la complicitat de la pluja que li calava a vegades sa casa, siga totalment il·legible. En els seus manuscrits apareixen fórmules tan curioses com el procés de fabricació de la pasta per als caps dels mistos, el goma d’apegar o com augmentar el poder lluminós del petroli. Moltes d’aquestes receptes, en què també apareixen nocions de cirurgia, anestèsia o control de les infeccions, estan rectificades en llapis, la qual cosa demostra que hi havia una comprovació i millora de les seues investigacions. Segons ens conten els qui el van conéixer, hi hagué un quart volum que li van furtar de sa casa, juntament amb 10.000 pessetes, mentre estava fora herboritzant als setanta anys, una obra que podem considerar irrecuperable. Més de 150 fórmules per a tot tipus de tractaments han pogut ser estudiades, però amb la precaució -ens adverteix el Dr. Mahiques- que la utilització d’alguna de les pocions podria ser hui en dia perillosa per una dosificació elevada. El seu treball calia entendre’l en un context molt distint de l’actual, amb unes fonts i uns coneixements de principis de segle basats únicament en la tradició oral i, sobretot, en l’experimentació.

 Racó dels Cacahueros
             Mentre, recolzat a la paret de l’oficina, llegia i rellegia el treball que el meu bon amic Jordi m’havia enviat i els manuscrits fotocopiats, les meues mans tremolaven i una emoció interna recorria el meu cos. Tenia moltes ganes que arribara el dissabte i tornar de nou al Racó de la serra del Buixcarró. Volia tornar a aquella vella casa perquè allà havia viscut una persona excepcional, com tots els que van habitar les nostres muntanyes fins a la fi del món rural. Hi volia tornar perquè la seua presència continuava surant en l’aire i la saviesa de segles i segles es podia veure incrustada en les pedres i bancals que envoltaven el mas. Perquè la figura del tio Honorio representa l’estima envers la muntanya i la dignitat d’una vida en íntima relació amb la natura, en un entorn de privacions i pobresa tan freqüent en la societat rural de principi de segle. I em confirma encara més l’especial sensació que percebem al costat de les parets ruïnoses de qualsevol masia, molí, ermita o aldea abandonada, les pedres dels quals amaguen la història desconeguda de pares a fills, gent anònima que va habitar les nostres muntanyes, i el patiment, l’esforç i la tenacitat de vides senceres que van ser dedicades tan sols a sobreviure. Només ens separen d’aquests llocs a penes unes hores d’automòbil, però centenars d’anys en el temps. I aquestes persones anònimes també van ser els artífexs d’un món fort i superb, un món rural en què van fer més humana la muntanya i van tindre un sentit de la bellesa inexistent hui en dia, quan la proporció i la mesura de la pedra s’integrava en l’entorn i feia que l’arquitectura fóra el reflex del seu propi temperament.

Cami de baixada a Pinet
             Al dissabte següent em vaig calçar les botes i vaig tornar de nou al Buixcarró. Vaig caminar en silenci per si podia sentir els rituals del tio Honorio. La boira cobria la vall, i els cims pròxims tocaven el cel fent més sublim el lloc que ja em pareixia sagrat. Quantes històries deuen amagar les nostres pedres, quantes biblioteques humanes deuen haver sucumbit en les parets del nostre patrimoni rural!


             Després de dinar vaig baixar a Pinet per una preciosa senda i em vaig acostar al cementeri. La tomba del tio Honorio romania, igual com la seua vida, apartada de la resta i coberta de romaní i camamil·la. No hi havia creus ni flors, ni tan sols una senzilla làpida. Només una inscripció gravada en fusta i escrita en llatí:                                                                                                                                                                   
“Sit terra levis“. Que la terra et siga lleu.
                                                                                           
Del llibre
José Manuel Almerich
Centre Excursionista deValència
València, 2000

martes, 9 de diciembre de 2014

Los caminos del Cid

Un viaje por la España resignada
 






 







 
Sus ojos se van apagando poco a poco. A pesar de lo animada de la conversación y el agradable ambiente que se respira durante la cena, Elena no puede disimular el cansancio. Han sido casi un centenar de kilómetros, y considerable el esfuerzo para cruzar esa parte de la meseta castellana entre Burgo de Osma y Medinaceli. Los páramos solitarios de los altos de Barahona no han dado ni un momento de respiro. El tiempo tampoco se ha portado bien con la mesnada que, desde hace días, lleva las alforjas mojadas.
 
A Medinaceli llegamos bien entrada la noche. La etapa de hoy ha sido dura, la de ayer también, y la del día siguiente tampoco nos dará tregua. No hay solución en este viaje, no hay posibilidad intermedia, no hay pueblos ni gentes. Ni ermitas, ni castillos ni guardianes, no existe ya el hombre sí es que alguna vez formó parte de esta tierra.


Partimos de la ciudad de Burgos un domingo a mediados de octubre con la intención de llegar en bici a Valencia. Ocho días después, atravesando montañas, páramos y profundos cañones fluviales llegaremos a la cartuja de Portacoeli. El otoño ha pintado de ocres el romántico paseo que transcurre junto al río Arlanzón. No muy lejos de allí, el monasterio benedictino de San Pedro de Cardeña nos abre la puerta de Castilla y nos invita a adentrarnos en las que probablemente sean las tierras más solitarias y despobladas de la Península Ibérica.


El cañón del Río Lobos a la mañana siguiente estaba vestido de gala. Los álamos y tamarindos lucían sus mejores colores a comienzos de la nueva estación y las praderas de nenúfares cubrían las aguas del río como un inmenso tapiz que ondulaba a merced de la corriente. Los buitres vigilaban desde lo alto el hermoso escenario al que unos intrusos habían osado adentrarse. Las elevadas paredes calizas, con sus voladizos y cuevas colgadas al vacío cerraban el cañón y creaban un ambiente mágico, casi sagrado, acrecentado con la presencia de la misteriosa ermita templaria de San Bartolomé. Salimos del estrecho cañón hacia Ucero mientras la tenue luz, perdida en el horizonte, se iba haciendo cada vez más difusa. 

Durante toda la noche llovió en Burgo de Osma. Partimos alamanecer, y tras pasar bajo las murallas del castillo de Gormaz nuestras bicicletas nos llevaron sin apenas esfuerzo, hasta Berlanga de Duero, cuna de nobles y último núcleo medieval habitado hasta Medinaceli. En Bordecorex, la sensación de retraimiento pudimos leerla en el rostro de un pastor y su madre que descansaba sentada junto a él. Los perros nos han ladrado inquietos ante los nuevos, quizás únicos, visitantes en mucho tiempo. Bordecorex representa la estampa de este viaje, la estampa de un pais marcado por la emigración, la pobreza y el olvido, la estampa de una vida sumida en el silencio y la resignación. 


El camino de tierra abandona el pueblo y asciende lentamente dejando atrás un bucólico paisaje anclado en el tiempo, marcado por la verde cicatriz de un pequeño arroyo y las casas en ruinas que, poco a poco, se van hundiendo.
El paisaje que se extiende frente a nosotros, una vez superado el valle fluvial, es inmenso y tremendamente hostil. Sabinas adehesadas azotadas por el viento, muros delimitando los antiguos pasos de ganado, paredes derruidas de viejos corrales y una inquietante sensación de aislamiento y resignación. Las tierras yermas y los extensos eriales no parecen tener fin. La vasta estepa del sur de Soria es, probablemente, uno de los lugares más tristes y desolados del mundo. Los caminos se confunden y sólo con la intuición saldremos adelante. Cruzamos el páramo con premura mientras el cielo amenaza con volver a llover. Un calígine húmedo empapará nuestro rostro y la niebla nos envuelve poco antes de llegar a Barahona, donde la silueta del castillo, inmersa en la bruma, se eleva sobre las casas. Cuantas veces esta imagen habrá servido de alivio y guía para los viajeros, arrieros y acemileros que habrán cruzado durante siglos este páramo desolado y gris.
 
Barahona tiene poca vida y no nos detenemos. Comienza a anochecer y la temperatura desciende bruscamente. Buscamos alojamiento en los pueblos que siguen las eternas carreteras sin circulación mientras el agotamiento se va poco a poco, apoderando de nosotros. Ni en Romanillos ni en Miño de Medinaceli encontramos lugar para descansar, ni tan siquiera un pequeño bar donde tomar un café caliente. Nada ni nadie. Parece que el mundo se haya hundido y tan sólo quedamos nosotros, únicos supervivientes en busca de un lugar donde dormir. La lluvia y la noche nos han caído encima. Consigo detener una furgoneta cerca de la carretera que lleva a Elena hasta el hotel. El resto del grupo continuamos hasta Medinaceli. 


Me siento mal por ver sufrir a Elena. A pesar de todo, ella está bien y orgullosa por haber superado con esfuerzo, la dureza de esta etapa. Elena es una mujer excepcional. Inquieta, apasionada y curiosa, posee un coraje y una fuerza de voluntad admirables que muchos viajeros quisieran para sí. Vive intensamente la emoción de este viaje sin pensar en las dificultades y sufre en silencio los momentos más críticos. Es como un reflejo de su vida, como un reflejo de su forma de ser. El esfuerzo para ella es mucho mayor porque apenas ha tenido tiempo para prepararse y su trabajo le ha robado muchas horas de sueño. Lo delatan sus ojos. A pesar de todo Elena no para de reír y en el fondo, su mirada, vencida por el agotamiento, tiene un brillo especial. 

José Manuel Almerich

viernes, 5 de diciembre de 2014

l'Amic Irlandes



José Manuel Almerich




Gerald es un bon amic d’orige irlandes. Desde molt jove había abandonat el seu pais buscant millors condicions de vida. Va arribar a Espanya i, com tants altres veins del nord, s`havía afincat en la La Marina com a professor d’angles. Les seues eixides amb bici sempre s’havíen llimitat a pasetjar per les Rotes, amb el cálid sol mediterráni i la brisa del mar com aliats en les seues excursions. Fou a mitjans de febrer quant varem decidir recorrer durant uns dies, amb bicicleta de muntanya, la comarca dels Ports. Necessitaba completar informació per al meu proper llibre, treball de camp del tot imprescindible, i realitzar a mes una serie de fotografíes en distintes epoques del any. 





La primera nit la pasarem junt al foc que Miquel, el masover del ermitori, ens havía preparat. El santuari de la Mare de Deu de la Font era tan auster que el sac de dormir damunt de les gelades lloses de pedra no era suficientment càlid per pasar d’una forma confortable la nit. Al endemá un cel gris plomiç cobría les muntanyes i barrancs que envolten el santuari. No era precisament una invitació a recorrerles damunt d’una bici pero, a pesar de tot, partirem cap a la Llacova. 




Nomes arrivar a la solitaria aldea, comença la pluja. Ben protegits i abrigats decidim continuar cap al Muixacre bordejant la mola de Fustés. La boira s’escampaba com un espes mant a mesura que guanyabem altura i el fret era tan intens que apenes ens quedaba força per a agarrar el manillar. Gerald murmuraba queixes en gaèlic i jo prefería ignorar els seus pensaments. Després d’algunes hores de esforç, més per les condicions que per el desnivell i amb l’única orientació del soroll de les vaques pastant disperses, començe a dubtar. No hi ha perduda posible -em repeteix a mi mateix- no hi ha més opció que seguir avant. El mas del Muixacre deu quedar molt prop segons els meus calculs, pero no hi ha forma de vorel. 






Continuem empuixant la bici per el fang fins que els lladrits d’uns gosos em tranquilitzen. La aparició repentina del vell mas entre la boira em trauen de dubtes i suposa un alivi per al meu amic que començaba a desconfiar. Una veintena de gats negres i blancs s’amagen al voremos arrivar i una xiqueta amb la cara bruta ens mira sorprenguda. Els ultims masovers dels Ports conserven encara una hospitalitat heredada per segles i segles de rogatives i peregrinacions. Es la soletat i l’aillament lo que els fa oberts als viatjers i la ubicació de les masies lo que més impresiona als caminants quant recorren estes muntanyes. Em venen a la ment les paraules que una nit vaig escriure en el meu cuadern de viajte mentres creuaba amb bici l’Alt Altlas Marroquí: 

“quant arrriveu a alguna de les tantes i tantes masies abandonades, orientades al sol de mig dia, penjades al vuit en les vessants d’algún barranc quasi inaccesible aon el bosc ha recubert de nou els bancals, i no encontreu explicació a com pugeren sobreviure allí els seus habitants, pregunteu als pastors del Achal N’Deram. Encara que ens coste de creure, la vida allí, al Maestrat, als Ports o la la Vall de Gallinera, també fou algún día tan intensa i plena de vida. Açi, en estos poblats berèbers anclats en la Historia, he deprés com sería la vida al interior valenciá fins el seu total abandó, i com vivíen aprofitant els escasos recursos que les altes i fredes terres del interior lis eren capaçes de donar”


Després de agrairlis la seua amabilitat i acabarme el millor cafe calent que he pres mai en la meua vida, continuarem cap a la vega de Torre Segura. El camí fins als Llivis ja no plantejá problemes pero el fret i el agotamen feia que apenes pugerem parlar. Ni en les altes terres irlandeses -seguia protestant Gerald- fa tant de fret com açi.


 Ares del Maestre

Moles uniformes i aspres tanquen la vega del Moll. Deixen entrevore un paisatje fet per l’home, un paisatje modelat i humanitzat salpicat de cases y corrals de pedra que ara veuen els seus camps acosats per els roures i les carrasques en plena recuperació. Creuem a bon ritme el riu Caldés i després de pasar junt a Sant Pere pujem cap a la serra del Aguila. Dubte que algún día se li borre a Gerald de la memoria la imatge de Morella quant la va vore per primera vegada desde lo alt de la costa del Bosc. La seua imponent ubicació i la elegancia de les seues muralles cobertes en part per la neu amaguen una part important de la nostra historia i descobrirla en bici es com tornar enrrere en el temps. Trate de convencer a Gerald mentres sopem al Cardenal Ram, no podía ser menos després de l’esforç, que recorrer estes muntanyes sense presa i descobrir en soletat aquest paisatje dur i difícil, a vegades hostil, amb les seus aldees, santuaris i masos encara amb vida, es una satisfacció indescriptible i culturalment, molt enriquidora. Que si existeix algún lloc aon l’home i el mig, la historia i el paisatje s’unixquen amb mes força, ésta es la comarca dels Ports. I que no oblide que aquestes muntanyes, encara que no ho semblen, també formen part del Mediterrani. 

 Morella

L’Irlandés no ha tornat mai més a acompanyarme amb bici per les nostres muntanyes. La meua relació amb ell segueix siguent com abans, llarges conversacións en anglés mentres saboretgem una Guinness i escoltem música celta. Recordes -em comenta molt a menut- aquell viatje? Mai oblidaré aquell inmens lloc, que em duge a la ment imatges de la meua terra; camps de blat abandonats, boira, cases disperses i llargs murs de pedra en sec delimitant les pastures. 






Es curios -pense- els Ports també es a la seua manera una illa. Una illa cultural i etnográfica en els confins d’un mon rural que desapareix i mai mes tornará a recuperarse. Fa setanta milions d’anys també tingé, fins i tot, mar i al igual que la vella Irlanda, la emigració ha sigut també una constant en la seua forma de vida.

  Mas dels Llivis
Texte i fotografíes: José Manuel Almerich