Sus ojos se van apagando poco a poco. A pesar de lo animada
de la conversación y el agradable ambiente que se respira durante la
cena, Elena no puede disimular el cansancio. Han sido casi un centenar de kilómetros, y
considerable el esfuerzo para cruzar esa parte de la meseta castellana
entre Burgo de Osma y Medinaceli. Los páramos solitarios de los altos de
Barahona no han dado ni un momento de respiro. El tiempo tampoco se ha
portado bien con la mesnada que, desde hace días, lleva las alforjas
mojadas.
A Medinaceli llegamos bien entrada la noche. La etapa
de hoy ha sido dura, la de ayer también, y la del día siguiente tampoco
nos dará tregua. No hay solución en este viaje, no hay posibilidad
intermedia, no hay pueblos ni gentes. Ni ermitas, ni castillos ni
guardianes, no existe ya el hombre sí es que alguna vez formó parte de
esta tierra.
Partimos de la ciudad de Burgos un domingo a mediados
de octubre con la intención de llegar en bici a Valencia. Ocho días
después, atravesando montañas, páramos y profundos cañones fluviales
llegaremos a la cartuja de Portacoeli. El otoño ha pintado de ocres el romántico paseo que
transcurre junto al río Arlanzón. No muy lejos de allí, el monasterio
benedictino de San Pedro de Cardeña nos abre la puerta de Castilla y nos
invita a adentrarnos en las que probablemente sean las tierras más
solitarias y despobladas de la Península Ibérica.
El cañón del Río Lobos a la mañana siguiente estaba
vestido de gala. Los álamos y tamarindos lucían sus mejores colores a
comienzos de la nueva estación y las praderas de nenúfares cubrían las
aguas del río como un inmenso tapiz que ondulaba a merced de la
corriente. Los buitres vigilaban desde lo alto el hermoso escenario al
que unos intrusos habían osado adentrarse. Las elevadas paredes calizas,
con sus voladizos y cuevas colgadas al vacío cerraban el cañón y
creaban un ambiente mágico, casi sagrado, acrecentado con la presencia
de la misteriosa ermita templaria de San Bartolomé. Salimos del estrecho
cañón hacia Ucero mientras la tenue luz, perdida en el horizonte, se
iba haciendo cada vez más difusa.
Durante toda la noche llovió en Burgo de Osma.
Partimos alamanecer, y tras pasar bajo las murallas del castillo de
Gormaz nuestras bicicletas nos llevaron sin apenas esfuerzo, hasta
Berlanga de Duero, cuna de nobles y último núcleo medieval habitado
hasta Medinaceli. En Bordecorex, la sensación de retraimiento pudimos
leerla en el rostro de un pastor y su madre que descansaba sentada junto
a él. Los perros nos han ladrado inquietos ante los nuevos, quizás
únicos, visitantes en mucho tiempo. Bordecorex representa la estampa de
este viaje, la estampa de un pais marcado por la emigración, la pobreza y
el olvido, la estampa de una vida sumida en el silencio y la
resignación.
El camino de tierra abandona el pueblo y asciende
lentamente dejando atrás un bucólico paisaje anclado en el tiempo,
marcado por la verde cicatriz de un pequeño arroyo y las casas en ruinas
que, poco a poco, se van hundiendo.
El paisaje que se extiende frente a nosotros, una vez
superado el valle fluvial, es inmenso y tremendamente hostil. Sabinas
adehesadas azotadas por el viento, muros delimitando los antiguos pasos
de ganado, paredes derruidas de viejos corrales y una inquietante
sensación de aislamiento y resignación. Las tierras yermas y los
extensos eriales no parecen tener fin. La vasta estepa del sur de Soria
es, probablemente, uno de los lugares más tristes y desolados del mundo.
Los caminos se confunden y sólo con la intuición saldremos adelante.
Cruzamos el páramo con premura mientras el cielo amenaza con volver a
llover. Un calígine húmedo empapará nuestro rostro y la niebla nos
envuelve poco antes de llegar a Barahona, donde la silueta del castillo,
inmersa en la bruma, se eleva sobre las casas. Cuantas veces esta
imagen habrá servido de alivio y guía para los viajeros, arrieros y
acemileros que habrán cruzado durante siglos este páramo desolado y
gris.
Barahona tiene poca vida y no nos detenemos. Comienza
a anochecer y la temperatura desciende bruscamente. Buscamos
alojamiento en los pueblos que siguen las eternas carreteras sin
circulación mientras el agotamiento se va poco a poco, apoderando de
nosotros. Ni en Romanillos ni en Miño de Medinaceli encontramos lugar
para descansar, ni tan siquiera un pequeño bar donde tomar un café
caliente. Nada ni nadie. Parece que el mundo se haya hundido y tan sólo
quedamos nosotros, únicos supervivientes en busca de un lugar donde
dormir. La lluvia y la noche nos han caído encima. Consigo detener una
furgoneta cerca de la carretera que lleva a Elena hasta el hotel. El
resto del grupo continuamos hasta Medinaceli.
Me siento mal por ver
sufrir a Elena. A pesar de todo, ella está bien y orgullosa por haber
superado con esfuerzo, la dureza de esta etapa. Elena es una mujer
excepcional. Inquieta, apasionada y curiosa, posee un coraje y una
fuerza de voluntad admirables que muchos viajeros quisieran para sí.
Vive intensamente la emoción de este viaje sin pensar en las
dificultades y sufre en silencio los momentos más críticos. Es como un
reflejo de su vida, como un reflejo de su forma de ser. El esfuerzo para
ella es mucho mayor porque apenas ha tenido tiempo para prepararse y su
trabajo le ha robado muchas horas de sueño. Lo delatan sus ojos. A
pesar de todo Elena no para de reír y en el fondo, su mirada, vencida
por el agotamiento, tiene un brillo especial.
José Manuel Almerich
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