viernes, 21 de agosto de 2020

El Teular

Un alojamiento rural al sur de la Albufera

José Manuel Almerich

Hace  apenas unos años, conocí el El Teular, entre Sueca y el mar. Por aquel momento era un conjunto de instalaciones industriales abandonadas, en mitad  de los arrozales, que hacía algunas décadas, había dejado de fabricar tejas.

La Tejería, las bodegas, los almacenes, la estancia, la caldera y el horno estaban en buen estado. La chimenea todavía en pie seguía desafiando el tiempo, sin un ápice de inclinación y con un ladrillo a cara vista con formas geométricas. 


El conjunto era un claro ejemplo de arqueología industrial y destacaba sobre la horizontalidad de los campos de arroz en pleno Parque Natural de la Albufera. De hecho, cuando Eduardo Rojas, su propietario, me invitó a conocer el Teular no tuve problemas de orientación para encontrarla: la elegante y elevada chimenea sobresalía sobre los arrozales y era visible desde lejos, como la Muntanyeta dels Sants, los únicos accidentes geográficos destacados en una horizontalidad infinita.

El Teular fue construido en 1933 y en él se fabricaba la teja de alfarería, un material de construcción muy empleado como protección de la parte superior protegiendo los tejados de la lluvia. Dicen los historiadores que la teja fue la primera pieza de construcción que se empleó cocida porque estaba sometida a los elementos recibiéndolos de plano, mientras que las paredes podían hacerse de adobe o barro sin cocer. La durabilidad de una teja es infinita, tiene bajo costo y es escaso su mantenimiento. 

Los griegos fueron los primeros en utilizarlas y en la Comunidad Valenciana existen  yacimientos como Allón, en la actual Villajoyosa, donde se encontraron restos de un tejar del siglo I cuyo dueño, Lucius Herennius Optatus exportaba sus productos desde Italia a las costas del sur de Francia y en el litoral levantino, como es este caso, tenía otros centros de producción.  El jefe del Área de Arqueología de Villajoyosa, Antonio Espinosa, consideró este yacimiento con su conjunto de termas como "el hallazgo arqueológico romano más importante de España en la última década"

El pasado sábado volví al Teular, tres años después. Sabía que había sido restaurado y que se había convertido en un hotel rural. El resultado ha sido sorprendente. La antigua fábrica de tejas de 1933 se ha convertido en un lugar único donde pasar unos días (hay pocos alojamientos  en el Parque Natural de la Albufera de este nivel que no estén junto a la costa)  

Respira historia entre sus paredes. Disfruta de la elegancia, la tradición y el diseño en la decoración de sus habitaciones. También su restaurante abierto al público, alojado o no, así como los eventos que allí se celebran donde ofrecen platos tradicionales elaborados  con productos del mar y de la  huerta cercana a él.

Un espacio de 7000 m entre las  antiguas instalaciones y jardines en pleno corazón del parque natural. No voy a describir sus habitaciones ni como ha quedado  la combinación de la arquitectura industrial con los elementos más vanguardistas como los suelos acristalados o vigas de madera en vertiente.

Tampoco su cocina porque hay que probarlo. A nosotros los ciclistas nos interesa porque es un lugar estratégico en nuestras travesías por los alrededores de la Albufera y la cercanas playas de Sueca o Cullera. 

Un lugar donde dormir y pasar un extraordinario fin de semana que nos permita disfrutar del lago, la cultura y el paisaje horizontal tapizado de verde, del marrón de las espigas o del infinito espejo cuando los campos están cubiertos de agua. Un paisaje tan distinto como cambiante, según las estaciones del año.


miércoles, 24 de junio de 2020

Las montañas de la antigua Tracia


Un recorrido en bicicleta por el sur de los Balcanes
José Manuel Almerich


Pan, queso y yogur. Esto es lo que Philip, el asistente que nos recibe en el aeropuerto de Sofía, recuerda de su infancia. Algunos días al mes, antes de la caída del sistema, tenían carne, pero nada más. Ahora Philip, Dobri y Raicho, que nos acompañarán durante nuestra travesía, se sienten afortunados; no han tenido que emigrar como el resto de sus amigos.




La capital de Bulgaria es una ciudad tranquila, segura, de aspecto decadente, no excesivamente grande donde conviven la indigencia y la opulencia, tiendas de marca junto a antros a punto de hundirse, innovación con el pasado, modas y tradiciones, mezquitas e iglesias, juego, casinos y sexo. Reminiscencias de una historia desgarrada y un pasado que todos quieren olvidar. Son y se sienten europeos pero el destino les jugó una mala pasada y el dominio turco durante cinco siglos junto con las consecuencias de su alianza con los nazis pesa sobre ellos como una losa de la que jamás podrán renunciar.

Todos los criminales están en España –nos cuenta Philip- por lo que podéis estar tranquilos. No hay ningún problema en circular por la ciudad sea por donde sea y a cualquier hora del día o de la noche.

Pero Sofía no era nuestro destino. Tenía en mente recorrer en bici el sur de los Balcanes, las tierras de la antigua Tracia. Atravesar las solitarias y desconocidas montañas de Rila y Rodope en la frontera con Grecia. Un lugar donde hasta hace apenas unos años el acceso estaba prohibido porque era tierra de frontera, el límite del telón de acero. Grecia significaba democracia y libertad. Por ello durante una franja de más de 15 Km. hacia el interior no se permitía el paso, ni el pastoreo, ni el asentamiento de ninguna población. La misma naturaleza, en su estado salvaje era el linde. Las elevadas estribaciones de la cordillera serían sus murallas, y los gigantescos abetos que la cubren, como los barrotes de una inmensa cárcel. El clima extremo, la disuasión definitiva. Por esto esta zona se conserva enteramente virgen, con los bosques intactos y los caminos escasos, cuando no inaccesibles. El último reducto salvaje de la periferia europea estaba por primera vez al alcance de nuestra mano, de nuestra propia exploración utilizando la bicicleta de montaña como medio de investigación geográfica. Me siento una vez más privilegiado por formar parte, en pleno siglo XXI, de los primeros de mi generación en recorrer estos insólitos lugares al margen de la occidentalidad.



Escribo estas líneas mientras mis pies descansan sobre una piel de oso y en la pared cuelgan los despojos de varios lobos. Trigrad, es un lugar inquietante donde fuera la temperatura no llega a los 5 grados y el viento sopla con fuerza. Dentro de la cabaña los troncos gimen mientras se van consumiendo lentamente por el fuego. Mando un par de mensajes a cuyo destino dudo que lleguen, pero me sirve de consuelo saber que incluso en el rincón más perdido del planeta, los móviles tienen cobertura.



Este lugar es lo más indómito que he visto en el viejo continente después de Islandia. Los bosques alcanzan unas dimensiones que es imposible hacerse una idea de su extensión. Los árboles impiden la entrada de cualquier atisbo de luz y tan solo los claros abiertos por los leñadores permiten ver un horizonte infinitamente verde. Castaños, abetos, hayas y robles se disputan la verticalidad siguiendo las pautas de la altitud y temperatura. La presencia de los osos se intuye, pero no se ve. Sus excrementos y sus huellas quedan a la orilla del camino y pasamos despacio, sin apenas mirar, tratando de olvidar que, entre otras cosas, podemos pinchar.



Hemos tenido suerte con el tiempo. Mucha suerte. No quiero ni pensar que hubiera sido de nosotros si en alguno de los pasos de montaña, rozando los 2000 m sobre el lejano mar Negro, hubiese llovido o como nos ocurrió en Mugla, una terrible ventisca nos recordó que estamos en tierra de nadie. Los caminos, a veces estrechos senderos cuyo paso resulta complicado, son en algunos casos la única comunicación con las aldeas, las cuales dudo que hayan visto alguna vez un automóvil. Estamos en Europa, me repito a mí mismo. Aunque parezca mentira. En sus pueblos conviven de forma pacífica cristianos, ortodoxos y musulmanes. Son las últimas tribus europeas, los últimos “beni”, más cercanos culturalmente a Turquía que a Grecia, países a los que, por motivos que se pierden en la memoria, odian sin reservas.



Trescientos kilómetros en bici por las montañas búlgaras me han dado mucho tiempo para ver y pensar. Y también para sentir el primitivo temor a lo desconocido, al instinto de supervivencia. Los pasos de montaña acumulan misterio. Son lugares de lucha contra el clima y las adversidades. Entre los hombres también, confín de culturas. El paso fronterizo que mi amigo Juan levanta con orgullo, es hoy una barrera oxidada por el tiempo y la desolación. A medida que pasan los días, los detalles adquieren nuevas dimensiones. El concepto de horas o minutos se convierte en irrelevante. El día solo tiene dos partes: mañana y tarde. Calados hasta los huesos una de esas tardes sucede lo inevitable pero afortunadamente Dios aprieta pero no ahoga y encontramos un lugar donde recobramos calor y fuerzas. Un extraño personaje juega al FIFA 2007 mientras la mujer, siempre la mujer, nos prepara un caldo caliente.



Esta es una crónica del túnel del tiempo. Y también de Sofía. En momentos de crisis en los cuales parece que el sistema financiero se vaya a desplomar, hay europeos que no tienen nada que perder, porque hace muchos años que lo perdieron todo.




Cuaderno de viaje

El túnel del tiempo
Avramovo-Dospat
75 Km.

 Junto a una pequeña y humilde mezquita de estilo otomano comienza nuestra travesía. Hemos salido temprano de Sofía y después de tres horas de viaje llegamos a Avramovo, un pueblo perdido al sur de los Balcanes. Desde aquí podemos contemplar ya las cumbres nevadas del macizo de Rila y la cordillera de Ródope en la frontera con Grecia, también teñida de blanco. Esta última es la que atravesaremos en bici. Desde las ventanas de una vieja fábrica un grupo de mujeres cubiertas con el velo del Islam nos observan curiosas. Preparamos las mochilas y damos los últimos retoques a las bicicletas, limpias y engrasadas recién desembaladas del avión. Agua, nos falta agua. Es mi obsesión ante el inicio de cualquier excursión pero en este lugar todavía me preocupa más. Las fuentes abundan a lo largo del valle del río Dospat, pero hasta él todavía nos quedan varias horas de esfuerzo. Comenzaremos por las cotas altas del Ródope cuyas cumbres superan los 1700 m de altitud. El día, con alguna nube dispersa, se presenta estable. Tampoco hace mucho frío.


Grupos de mujeres trabajan en el campo. A ellos, a los hombres, no los vemos. Es una constante que se repite siempre en países musulmanes. Ellas cultivan la tierra y sacan el ganado. Algunas duermen sobre el suelo, otras se afanan en la recolección de patatas. Hay vida en esta zona de los Balcanes, pero no hay niños. No se ven ni te persiguen como en las montañas de Marruecos. Aquí estarán en la escuela, o quizás haya poca población infantil y por ello está mejor atendida. No obstante las duras condiciones de vida y la pobreza se observa inmediatamente. A lo largo de todo el viaje observaremos fuentes que tienen inscripciones en cirílico. Es un homenaje a algún ser querido por parte de alguien que le recuerda. Hijos que dedican la fuente a sus padres, padres a sus hijos fallecidos y ancianos a sus parientes que también desaparecieron. Esta costumbre búlgara de crear fuentes canalizando un cercano manantial me recuerdan las fuentes de nuestras montañas. Esto explica también la ubicación de las mismas en lugares recónditos donde no tiene más sentido que el recuerdo, ya que no hay pueblos, ni casas, ni abrevaderos. Ni tan siquiera pequeños huertos donde poder aprovechar esta pequeña infraestructura hídrica. El ganado quizás, el viajero solitario y los animales del bosque. Son en su mayoría lugares de paso junto a caminos que a nosotros nos parezcan solitarios pero quizás, no lo sean tanto.


Nos detenemos a comer en una pequeña población llamada Pobit Kamak. Poco antes, Medeni Polyani es el primer núcleo habitado después de atravesar las arenosas montañas cubiertas de pino negro. He observado durante todo el trayecto que la explotación forestal es muy intensa. Las cruces a lo largo del camino, las trochas madereras y los caminos embarrados por las recientes lluvias tienen las marcas de camiones y las huellas de mulos que extraen la madera. En Medeni Polyani el tiempo parece haberse detenido. Las mujeres sentadas al sol con las ropas de colores y pañuelos en la cabeza me recuerdan Turquía. Nos saludan a nuestro paso y no se oponen a que sean fotografiadas. Son mayores, al menos en apariencia, pero tienen un buen aspecto y sonríen ante nuestra mirada. Las casas son pobres, muchas de ellas de madera, tan sólo con lo imprescindible. Sarnitsa queda quince kilómetros más lejos por una estrecha carretera en ligero descenso a través del valle. Esta población presenta un aspecto sucio, obsoleto, decadente. Azotada por la pobreza, el frío del atardecer parece agravar todavía más el aspecto de las casas, muchas de ellas a medio acabar y con las fachadas sin pintar. Las vacas vuelven hacia sus corrales y para ello atraviesan la calle principal de la ciudad donde se entremezclan con los coches, tractores y carros tirados por caballos, provocando un caos impresionante. Camiones cargados hasta los topes de madera también atraviesan la ciudad.

¿Servirá la deforestación de estas extraordinarias montañas europeas para aliviar la miseria de estas gentes?

Cuando observo los densos bosques de abetos con troncos gigantescos y alturas que alcanzan el cielo, te preguntas que será de este paisaje dentro de unas décadas. La explotación me parece excesiva y desmesurada. Ignoro los detalles, pero en los pocos kilómetros que separan Pobit Kamak de Sarnitsa, decenas de camiones cargados de troncos nos han adelantado a toda velocidad con el peligro que esto supone.  Anochece y llegamos sin luz a Dospat, al extremo occidental del Yaz Dospat, un gran lago natural que en forma alargada supera los dieciséis kilómetros de longitud. Necesitamos urgentemente un baño caliente. Las temperaturas han bajado drásticamente tras la caída del sol.



Ya en la habitación del hotel repaso mentalmente las imágenes del día. Al contrario que en otros países, no he visto ningún niño. O bien están en la escuela o bien han emigrado junto con sus padres. Los ancianos y la gente mayor son los únicos habitantes de este rincón olvidado de Europa. Esta será una constante a lo largo de todo el viaje. También la escasez de pueblos, solo montañas y más montañas cubiertas de bosques impenetrables donde viven los últimos osos búlgaros.

Es Europa, es Europa, me repito constantemente. Las últimas tribus de pastores luchan por sobrevivir en esta estrecha franja  al límite con Grecia, sin duda la zona virgen y mejor conservada del sur de los Balcanes. Al no permitirse su acceso hasta quince kilómetros de la línea fronteriza, esta zona se ha visto libre de la ocupación humana y se prohibió el asentamiento de poblaciones mientras duró el régimen comunista. Los estrictos controles militares, y los puestos fronterizos mantuvieron la vigilancia y ni tan siquiera la roturación de tierras fue permitida.

Asolado por las guerras y la desesperación a lo largo de la historia, la Bulgaria rural trata de salir adelante a costa de sus bosques. Por eso es tan importante conocerla cuanto antes, y también que las ayudas les lleguen pronto. Aun así es difícil. El retraso económico y la diferencia con el resto de Europa Occidental es abismal. La corrupción también impide que todo fluya con normalidad y los fondos lleguen donde tengan que llegar.  El concepto ecológico aquí es desconocido porque la principal prioridad es sobrevivir día a día.



El valle encantado
Dospat-Trigrad
65 Km.

Partimos de Dospat con el aire fresco de la mañana. Una subida prolongada comienza inmediatamente después de la salida, por lo que no es conveniente abrigarse en exceso. Pronto nos sobrará todo. Aún así ultimamos los detalles para llevar con nosotros más de lo imprescindible. Tras retomar parte del camino asfaltado del día anterior,  siguiendo muy cerca el lago Dospat del que disfrutamos de unas espectaculares vistas, nos desviamos y entramos en un valle encantado. Son abetos inmensos, espectaculares, altos y soberbios cuyo camino parece adentrarse en un verde infinito. No entra la luz y los árboles caídos por efecto del tiempo y las tormentas han quedado cruzados en el estrecho sendero que poco a poco se va cerrando. Hay veces que la espesura nos hace dudar si es la dirección correcta. Las coníferas abatidas hacen que tengamos que bajar con frecuencia de la bici ya que se han convertido en vallas verdes que impiden el paso. 



Esta estrecha depresión fluvial que recorremos en dirección sureste siguiendo el curso de un río cuyas aguas no vemos pero sí oímos, es realmente inquietante y solitario como pocos lugares he visto jamás. Miro en el mapa el nombre del río: “Sarnena Reka” y sin dejarlo nos llevará a otra población escondida en los confines: Zmeitsa, muy cerca de la frontera con Grecia. Poco antes habremos pasado junto a un puente romano  compuesto de dos arcos desiguales. Estamos en una tierra salvaje, kilómetros y kilómetros de bosques impenetrables. Y en una vaguada despejada, en un cruce de caminos, el pequeño puente. Restos de una civilización que se expandió por todo el entorno mediterráneo pero que apenas influyó en estas zonas de montaña, inaccesibles y peligrosas, habitadas por los tracios, tribus guerreras cuyas creencias se basaban en la inmortalidad del alma. Quizás la cercanía a la antigua Grecia facilitó el acceso de la cultura latina en estas zonas limítrofes. Seguimos por un camino arenoso en mal estado, embarrado y de acceso difícil para nuestras bicis hasta alcanzar un collado. 



Desde allí, bajamos a Buynovo donde comemos. El pequeño bar se encuentra junto a una estación policial. Estamos en tierra de frontera y estos pueblos son los últimos espacios habitados. Seguimos a partir de aquí por un precioso valle donde pastan grupos de caballos y llegamos a una aldea muy pobre. Las casas se componen de tablones de madera y metal apoyados unos en otros. A lo largo del camino se extienden barbacoas oxidadas donde, cubiertas por el carbón, se están asando patatas. Un fuerte ascenso entre hayedos amarillos nos hace olvidar el frío y la humedad que va calando hasta los huesos. El sol está a punto de dejarse llevar por el atardecer y la luz cada vez es más confusa. Pasamos a Grecia. Una valla oxidada por el tiempo y la desolación nos indica lo que fue, hace unos años, una frontera codiciada, un paso hacia la libertad, un anhelo de democracia que los búlgaros sentían cerca. Con la caída del telón de acero estos pasos fronterizos dejaron de tener sentido. 


El pueblo que viene a continuación tampoco tiene desperdicio: cuarteles en ruinas, grafitos en las paredes, símbolos del antiguo régimen, restos de vehículos militares cubiertos por la vegetación y angustia al pensar en el sufrimiento de cientos de personas que tuvieron la desgracia de vivir o pasar largas temporadas en estos destacamentos en el desamparo más absoluto. Vodni Pad nos da paso a un valle sin nombre junto a un río sin nombre.  El camino se integra, serpentea, cruza y vuelve a cruzar el cauce y nosotros, como niños, disfrutamos de las bajadas trazando en zigzag nuestro propio itinerario. Los prados de montaña se extienden por todo el valle y las fuentes, dedicadas a personas que nadie quiere olvidar, son frecuentes a lo largo de la estrecha y tortuosa carretera. En Trigrad nos espera una casa rural muy peculiar. Allí nos prepararán para cenar una mousaka también muy especial. Y entre pieles de osos y lobos curtidas que decoran las paredes, cenamos junto al fuego. Esa noche hace frío y las habitaciones, aunque llenas de buenas intenciones, son poco acogedoras.



Las primeras tormentas
Trigrad- Shiroka Laka
50 Km.

De Trigrad partimos por carretera. Hace mucho frío y esta sensación se acrecienta por el viento. Es un descenso prolongado que sólo tendrá una parada: las cuevas de Dyavolsko Garlo. Visitamos la gruta junto con un grupo de jubilados búlgaros. La cavidad no tiene gran interés, al menos comparada con las cuevas que he visitado en otros lugares del mundo. En España las cuevas de Aracena o las cuevas de Cristal en el maestrazgo aragonés imponen mucho más. También las de Lanzarote, Mallorca o la Cova del Rull en la Vall d’Ebo. Las cuevas son formaciones, texturas, colores y sensaciones. El interior de la tierra es otro mundo reservado sólo para los privilegiados que tienen la valentía de adentrarse en sus entrañas. Descubrir un mundo dentro de otro mundo. Igual que el buceo, son distintas concepciones de la naturaleza, distintos escenarios de un mismo planeta, pero que están en él y su entorno es tan sensible a las intervenciones humanas como cualquier otro.


Las cuevas de Dyavolsko están casi a oscuras, la iluminación es deficiente y resulta un tanto peligroso circular por el camino adaptado al recorrido guiado. La humedad hace la piedra resbaladiza y los escalones se convierten en un riesgo innecesario. Las zapatillas de ciclista, adaptadas con las calas a los pedales automáticos son el último ingrediente para que la caída sea perfecta. Salimos pronto de aquella caverna y recuperamos nuestro espacio vital: el cielo azul y el bosque verde. El camino de tierra y las cumbres que lo envuelven. Los lagos y las praderas que hoy tendremos ocasión de disfrutar.


Muy cerca de la cueva parte un camino de tierra con piedra suelta y pronto intransitable. Están realizando una zanja que nos obliga a pasar por el centro mismo de la fisura. Los operarios nos miran sorprendidos y detienen por unos momentos el martillo mecánico.


Una vez el camino retoma su trazado, comenzamos a ascender entre hayas y robles. El color del otoño tiene en este cañón fluvial una tonalidad cromática excepcional y a medida que ganamos altura podemos ver la vegetación como un tapiz vertical frente a nosotros. Las manchas de amarillos, ocres y rojos forman un gigantesco cuadro impresionista salpicado de rocas calizas. Antes de alcanzar la parte alta de lo que parece una pista interminable, nos dejamos caer hacia la izquierda por un camino estrecho y en mal estado. Tras rebasar un pequeño torrente encajado entre las rocas y la vegetación, remontamos de nuevo y alcanzamos un paraje idílico que rompe con el paisaje frondoso de los bosques y contribuye a la diversidad paisajística. Se trata de un conjunto de lagunas palustres rodeadas de vegetación de ribera y donde los árboles se acercan a la orilla a medida que el agua lo permite. Estos poljes, dolinas o zonas endorreicas, tan frecuentes también en España se componen de pequeñas depresiones con o  sin salida del agua de lluvia, pero siempre con drenaje insuficiente. Los manantiales que afloran en su interior les ayudan a mantener siempre un elevado nivel freático. El lugar es idílico, delicioso, bucólico.


El entorno invita a quedarse un tiempo de contemplación. Pero esto no es posible porque las nubes no presagian nada bueno. Junto a unas casas, una mujer de edad avanzada confecciona un jersey de lana como antiguamente lo hacían nuestras madres: con sus manos. Tras un breve descanso junto a ella, que parece ignorar nuestra presencia,  retomamos la subida mientras que los nubarrones van cerrando el cielo. Sopla el viento y baja la temperatura bruscamente. Comienzo a temer lo peor. La tormenta va a descargar toda su furia en el peor lugar donde nos podría ocurrir: en mitad de la nada y alejados de cualquier población o carretera. Ante estas situaciones  hay que buscar un refugio como sea y del tipo que sea: cobertizo, rocas, algún abrigo… Un granero abandonado nos protege a duras penas del agua y de las ráfagas de viento que soplan con intensidad. El resto del grupo ha continuado no sabemos dónde y los que quedamos, esperaremos a que pase la tormenta. Seguir mojado por estas montañas no va a ser nada agradable.

Poco antes de alcanzar el granero, los campos de cereales han vuelto a dar un giro al paisaje y este espacio abierto nos acompañará durante mucho tiempo. De hecho, una vez finalizada la lluvia, la luz remanente me permitirá hacer las mejores fotografías del viaje.


El lo alto del collado nos esperan los demás. A partir de aquí el recorrido que nos queda es el mejor regalo que podía ofrecernos la naturaleza después del susto de la lluvia. Un obsequio a las retinas, un agasajo a los sentidos mientras tanto una sensación de bienestar me invade por dentro. Me siento feliz de sentirme libre, de gozar de un paisaje incólume y virginal, de ser un ser un privilegiado al cruzar por primera vez estas montañas en bicicleta. Mugla nos espera al final de una pista de piedra suelta que complica el descenso y nos obliga a prestar la máxima atención. El pueblo conserva la arquitectura tradicional de madera en muchas de sus casas, e incluso la mezquita mantiene el minarete también de madera. No consigo fotografiarlo porque de nuevo comienza a llover. Dobrik localiza un pequeño establecimiento donde un extraño personaje juega al Fifa 2007. Una piel de oso colgada de la pared nos recuerda como hubiera podido ser nuestro destino en caso de complicaciones. El hombre fuma sin cesar. Me llama la atención la cantidad de fumadores que existen en Bulgaria. Como nosotros hace treinta años. Todos tienen obsesión por el tabaco que consumen en grandes cantidades. Además parece ser, que este es de la peor calidad. El cáncer de pulmón les pasará factura a medio plazo y la sanidad búlgara será incapaz de atender a los enfermos.



Recuperamos el aliento y las fuerzas, y nos calentamos junto al fuego hasta que la mujer del bar nos ofrece un caldo caliente. El caldo mejora nuestro cuerpo y el tiempo mejora el paisaje. Secos, calientes y recuperados continuamos nuestro camino hacia Shiroka Laka. Todavía nos queda un ascenso de seis kilómetros y después un tramo sin desnivel mientras bordeamos una pequeña colina. Bosques y más bosques, pinos y abetos, robles y hayas. Sigo viendo como son talados de una forma indiscriminada, pan para hoy, hambre para mañana.  El camino ahora sí está embarrado a conciencia tras la lluvia, pero afortunadamente es un barro que no se pega ni dificulta el paso. De nuevo otra bajada espectacular hasta la carretera por la que nos dejamos caer. Hace mucho frío y la velocidad lo integra en nuestro cuerpo agotado. Shiroka Laka es la capital de la música. Esta población perdida en los Balcanes es el centro neurálgico del folklore y de la conservación de las tradiciones búlgaras. Una escuela única en todo el país atrae a estudiantes de muchas regiones. El ambiente es aquí diferente, tiene otro aire y es más ciudad. Los jóvenes estudiantes se reúnen esa misma noche en el hotel y nos ofrecen una fiesta privada. La solista, por cierto, nos lo cobrará bien. La cena también estará a la altura de las circunstancias. El Folklore en Bulgaria va más allá de una manifestación cultural. Es una reivindicación nacional, es el elemento fundamental sobre el que se asentará la identidad búlgara. El símbolo por excelencia de su personalidad frente al imperio turco que la dominó durante siglos.




Una encrucijada de montañas
Shiroka Laka-Chepelare
51 Km.

Son las diez de la noche, hora local, y ya estoy en la cama. Hace frío incluso dentro de la habitación. Fuera el termómetro marca cinco grados. Hoy ha sido un día duro. La subida implacable durante los veinte kilómetros primeros ha podido conmigo. El cansancio acumulado ya se va notando, más aún cuando este viaje en bici por el sur de los Balcanes lo empecé recién convaleciente de una operación. No tuve tiempo de entrenar, de prepararme para esta travesía. De peso voy bien, con un buen entrenamiento y sin abusar en las comidas perdí diez kilos. Cuando hace un año rodaba Planeta Bicicleta por las montañas valencianas pesaba diez kilos más y eso se nota sobre la bici. Una vez recuperado el tono muscular volveré estar en plena forma para afrontar largas travesías. Y disfrutarlas. Me siento no obstante privilegiado por poder hacer lo que más me gusta. Aun así las rutas son bastante asequibles para todo aquel ciclista de montaña con un mínimo entrenamiento y experiencia. Es todo fuerza de voluntad y capacidad de sufrimiento, especialmente en esos momentos que lanzarías la bici al fondo de un barranco.


El resto del grupo también están cansados. Hoy la ruta, además de dura, ha sido monótona y no la hemos disfrutado tanto. Ha sido más una etapa de paso, de transición hacia un paisaje más amable. Los bosques de abetos han cubierto la totalidad del trayecto hasta el punto que en ningún momento hemos visto el sol. Ni un solo rayo ha sido capaz de penetrar en nuestro camino durante los cincuenta kilómetros que hemos recorrido. La cobertura vegetal como una espesa manta nos ha envuelto todo el día. El cielo, a ratos gris, a ratos azul, apenas se podía ver y tamizaba la luz creando un ambiente plomizo y sombrío, ceniciento y fútil. En la espesura de estos bosques se intuye el misterio y el primitivo temor a lo desconocido, el instinto de supervivencia,  en  definitiva, un lugar apartado y remoto. Huellas de oso y excrementos delatan su presencia que se intuye pero no se ve ni se oye. En el punto más alto, un amplio collado entre abetos de gran tamaño nos espera el resto del grupo. Un claro en el bosque permite recuperar el calor y la energía. Unos minutos de sol son suficientes. La humedad de la ropa se siente en la piel y en las paradas te cala hasta los huesos. En estas circunstancias te sientes más indefenso todavía por la pérdida de calidez corporal, aún con ropa técnica, la suave brisa que sopla de vez en cuando aumenta la sensación de frío y resulta molesta, por lo que te obliga a continuar. Estamos a casi dos mil metros de altura en el macizo del Ródope, al sur de los Balcanes y en una zona montañosa en la frontera con Grecia. Los pasos de montaña suelen acumular misterio. Son lugares de lucha contra el clima y entre los hombres, como es este el caso, tierras de frontera. Son lugares de redención. ¿Quién no ha dado las gracias a Dios, aunque no sea creyente, al coronar un paso elevado o cruzar una cordillera? ¿Quién no ha agradecido al cielo al culminar una ascensión o acabar una travesía en días de tormenta?


Estos y otros pensamientos se funden en mi mente mientras me descuelgo a toda velocidad. La propia bajada ya es un alivio, significa el pronto encuentro con la civilización. El descenso es entretenido y en cierto modo arriesgado, ya que los carriles hundidos en el barro que han creado las camionetas cargadas de troncos han hecho el camino intransitable. El lodo, sin embargo, no se pega ni bloquea las ruedas. Esta es una ventaja importante ya que nos permite circular sin demasiados problemas. Pronto un sendero entre el bosque de abetos nos lleva a un lugar que parece ser la entrada a un parque natural, el final del camino por la vertiente opuesta. Una pequeña oficina de información se encuentra abierta. Comemos al aire libre queso, tomate y salchichón con rebanadas de pan búlgaro. Baja la temperatura a medida que pasa el tiempo y, antes de partir, visitamos a pie un puente natural de roca, una especie de balma formada por la erosión que es muy visitada por excursionistas locales. Chudnite Mostova, nombre con el que se conoce este paraje, es bastante popular a tenor de las personas que se acercan a asomarse a los miradores. Estos han sido acondicionados con Fondos Europeos según rezan los carteles que están junto a ellos. Llegamos a Zabardo algo destemplados por el frío y el cansancio. Esta población es extremadamente pobre. Se observa en seguida la construcción de las casas y el estado de la única calle principal. Los pastores vuelven hacia casa con las vacas mientras nosotros  tomamos un té caliente en un pequeño y destartalado bar. Vicente ha caído enfermo, se le nota en el rostro. Tiembla de frío y parece agotado.  En Chepelare, varios kilómetros después, pasamos la noche. Es una ciudad de cierto tamaño, muy interesante con tiendas a lo largo de una avenida. En las cercanías hay una estación de esquí, lo que explica la relativa prosperidad de esta localidad. 


Escucho en la televisión búlgara noticias inquietantes de España. La crisis financiera ha provocado una crisis económica general que se ha unido al paro de la construcción. La situación en Europa es también preocupante. Otro banco acaba de quebrar y ha sido intervenido por el gobierno alemán. Es paradójico que escuche estas noticias en un lugar que apenas utiliza la letra de cambio y no se entiende lo que es un valor. Esta crisis de sinvergüenzas, intermediarios, testaferros y brokers sin escrúpulos unidos a empresarios y bancos de ambición desmedida, ha llevado a la miseria a miles de trabajadores que no tienen ahora otro medio de vida. Y entre ellos se encuentran cientos de búlgaros que en su día emigraron a España, y hoy se han quedado sin trabajo. A medida que pasan los días el tiempo y los detalles adquieren nuevas dimensiones. En lugar de consultar el reloj, me fijo en los días y las noches. El concepto de horas o minutos se convierte en irrelevante. Estamos en el ecuador del viaje y este es el momento de la desconexión total. El momento que el mundo se ha convertido en nuestro hogar y toda nuestra fortuna cabe en una mochila. No recuerdas nada ni a nadie y ahora tan solo queda avanzar, seguir como la vida, hacia adelante.



El final del viaje
Chepelare-Pavelsko
51 Km.

Una cerrada curva nos permite contemplar el amplio valle donde se encuentra Pavelsko, Kósovo y Narechenski Bani. Después vendrán muchas curvas más, pero esta es la primera que, antes de perder altura, nos permite una visión más amplia. El río Henenapcka baja del macizo del Ródope y forma la depresión cuyo curso nos permitirá el paso hacia la ciudad de Asenovgrad y de ahí, regresaremos a Sofía. Estos pequeños pueblos junto al río están a más de mil metros de altitud pero se encuentran protegidos de los fríos vientos continentales. Se nota en la temperatura y también en la vegetación. Tras etapas que han transcurrido cercanas a los dos mil metros, el aire cálido nos parece una bendición, una bienvenida amable tras días de dureza extrema. El punto más alto de hoy han sido 1843 m en la cumbre de Studenets, por cuyo vértice hemos pasado. Después la ruta ha sido una serie de subidas y bajadas por la misma cresta axial hasta Lovna. Al partir temprano de Chepelare, las primeras cuestas las hemos superado con el frescor de la mañana. Han sido ocho kilómetros de ascenso con algunos tramos duros. Los tres primeros han costado más por el fuerte desnivel y también por la cantidad de piedra suelta que tenía el camino. La primera parada, que hemos aprovechado para comer, ha sido junto a una fuente dedicada, como tantas, a alguien anónimo cuyo recuerdo ha quedado en la montaña. El lugar era frío por la orientación y húmedo por la vegetación. Algo expuesto, hemos estado el tiempo justo para recuperar fuerzas y continuar. Vicente Soro como siempre, nos ha sorprendido con unas raciones de jamón ibérico de bellota y lomo embuchado de Guijuelo. Un placer de dioses en un entorno infernal. Con los pies y la ropa mojada por el sudor, el momento de la comida no ha sido tan agradable como sí lo fue para el paladar. El sol tampoco nos ha acompañado hoy, por lo que el calor lo producimos con nuestro propio esfuerzo.


Llegamos tras un camino cuya vegetación va cambiando de color por la temperatura hasta que recuperamos los intensos amarillos de las hayas y castaños todavía vestidos de otoño. También observo robles cuyas hojas se han secado pero colgarán del árbol hasta la siguiente primavera. Arces, fresnos y servales van apareciendo a medida que perdemos altura y el ambiente se torna más templado. Los abetos van quedando atrás, y los gigantescos ejemplares de las partes altas del Ródope pronto quedarán en el recuerdo y grabados para siempre en el objetivo de nuestras retinas.

Llegamos al final del viaje y un soberbio descenso por asfalto durante diez largos e intensos kilómetros nos permite recuperar el pulso del equilibrio, el placer de circular en bicicleta. Los músculos en tensión y el ritmo individual se transforman en una íntima relación del cuerpo con la máquina  y a veces con los compañeros. Sientes el frenético impulso atraído por la fuerza de la tierra. El valle se nos abre al final del trayecto, al final del descenso vertiginoso que revuelta tras revuelta, cierra el círculo que une las dos vertientes del mágico mundo de la bicicleta de montaña: subir y bajar, sufrir y disfrutar, que vienen a ser la misma cosa.


        En un pequeño jardín junto al pequeño pueblo de Pavelsko hemos recogido nuestro equipaje y dado por finalizada nuestra travesía. Pero ha habido en este viaje mucho más que paisajes indescriptibles e inmensos bosques de abetos. Mucho más que pueblos anclados en el tiempo: la relación con los compañeros, el privilegio de la amistad, el esfuerzo individual convertido en un logro colectivo. Rodar en grupo, apoyarse en unos y otros, compartir herramientas y alimentos, esperar en los cruces, volver atrás a ver qué ocurre, y volver a subir junto al compañero que más le cuesta, prestar el material cuando hace falta, y sobre todo el hecho de sentirse parte de esa figura abstracta y sutil dibujada en el camino que, vista desde el cielo, forma un grupo de ciclistas. Esa silueta de contornos que se mueven a medida que avanzan y que es fruto de la colaboración perfecta. Esa sensación de potencia y seguridad que se puede llegar a tener cuando se circula en grupo nos hace sentir a los demás, a darnos cuenta de que el esfuerzo de cada uno es, en definitiva, el esfuerzo de todos.


    
Sofía

Sofía nos espera al final del trayecto. La ciudad es igual como me la había imaginado: triste y gris, abandonada a su suerte y víctima del telón de acero. Fría en invierno y lluviosa el resto del año, vive obsesionada por salir de la historia que la ha mantenido sumida en la pobreza y alejada de la Europa occidental. Tiendas de marca se alternan con pequeños comercios búlgaros. Terrenos vendidos a buen precio permiten mantener un nivel de vida ficticio y alejado de la realidad. Restaurantes, coches caros y gastos fastuosos contrastan con una inflación galopante y los fondos europeos no han llegado a su destino por culpa de la corrupción política. La crisis económica y el traspaso de la casi totalidad de la propiedad estatal del antiguo régimen socialista a manos privadas tuvo como consecuencia una increíble  expansión de la depravación y el desarrollo de la delincuencia organizada. Esa situación de la que Bulgaria todavía no se ha recuperado, sólo tenía una salida: la adhesión a la Unión Europea.


Tras la caída del gobierno en 1997 y una grave crisis financiera que llevó a la quiebra a la banca y trajo consigo una hiperinflación, se emprendieron las medidas económicas tantas veces aplazadas. Con la estabilización de la economía y las inversiones extranjeras el sistema se normalizó y en el año 2005 Bulgaria recibió la invitación para adherirse a la Unión Europea.



Cuando viajas por el país te das cuenta que los búlgaros son amables y predispuestos, trabajadores honrados que se han resignado a su suerte. En los pueblos la gente es sencilla y cordial, humilde como en todas las montañas del mundo, y dispuestos a ofrecerle a todo aquel que se interesa por lo suyo todo lo que tienen. Hemos sido de los primeros privilegiados en recorrer en bici el macizo montañoso más importante de la antigua Tracia, la zona más solitaria y desconocida desde Macedonia hasta el mar Negro, y desde el Egeo hasta el Danubio. Una tierra de frontera y encrucijada de culturas cuyo acceso estuvo restringido durante décadas y donde todavía quedan encerrados en sus bosques, las leyendas y mitos de los antiguos tracios, que a diferencia de otros pueblos, basaban sus creencias en la inmortalidad.


Sofía, 11 de octubre de 2008

jueves, 7 de junio de 2018

La memoria de la Tierra



Un viaje en bicicleta por la Bárdenas Reales
José Manuel Almerich


Viajar es robar tiempo a la muerte, pero viajar a las Bardenas es una ruptura total, un cambio inaudito, una verdadera alucinación. Las montañas se arrugan y se descomponen ante nuestros ojos y los cerros testigos colgados al vacío se mantienen en pie desafiando al viento y al tiempo.




 
Una hora antes del anochecer debemos salir de allí. Las normas son estrictas pero la naturaleza todavía lo es más. Si nos cae la oscuridad la temperatura descenderá también en la misma proporción. Este lugar no admite excusas ni extraños, ni seres humanos que vivaqueen entre sus cárcavas modeladas por el viento y el tiempo. Este extraordinario paisaje es el reino del cierzo y del mistral. Las rocas adquieren formas extrañas perfiladas por las sombras cada vez más alargadas. Es una tentación quedarse a contemplar el crepúsculo en mitad de los congostos y meandros forjados por el agua que, salvaje y sin control, convierte este lugar en un laberinto de apariencias y texturas: chimeneas de hadas, gubias, rostros de gigantes, castillos de arenas movedizas, pináculos de gres, terrazas fluviales, barrancos como cicatrices y ramblas de cantos rodados que convierten los cauces secos en trampas infernales. La luz convertirá la magia en miedo y la belleza en aspereza, según sea la hora del día o de la noche. La memoria de la tierra está escrita en estos pliegues como un gigantesco buril que ha cincelado la piel de esta pequeña porción de la península ibérica, resguardada de las lluvias por la inmensa muralla que forma la cordillera pirenaica.
 

Las Bardenas Reales son el rincón de España más salvaje después de los Monegros y el desierto de Almería. Como tal, sus precipitaciones apenas superan los 300 litros por metro cuadrado pero éstas descargan su fuerza en poco tiempo y todas a la vez. Los torrentes alcanzan una tremenda fuerza erosiva y tras cada tempestad, el paisaje cambia totalmente. El Moncayo y los Pirineos impiden la llegada de las borrascas del Atlántico por lo que el desierto de las Bardenas tiene una aridez tan extrema que tan sólo los buitres se mantienen a la espera a la sombra de sus guaridas en lo alto del desfiladero. El color de las piedras también cambia con la luz, y las rocas, como los elfos, toman apariencia humana. Este territorio hostil te estimula la imaginación, y con ella, el instinto de supervivencia. Lugar de ovnis y bandoleros, de pastores y contrabandistas, las Bardenas no sólo han sido el escenario de numerosas películas donde el hombre parece perderse en la inmensidad de la nada, sino que se realizan las más exigentes pruebas de orientación y los cazas del ejército siguen haciendo allí prácticas de tiro. 
 

Las Bardenas es un territorio poco conocido, una tierra indomable en avanzado proceso de erosión, el resultado del clima y de la historia. No pertenecen a nada ni a nadie, ni han estado sujetas a jurisdicción alguna a pesar de que una veintena de pueblos tienen derecho sobre ellas, incluidos los valles del Roncal y Salazar, cuyos pastores todavía siguen bajando el ganado a su exilio invernal desde los altos prados pirenaicos. El rey Sancho García, en agradecimiento por haberles ayudado en la lucha contra los musulmanes de Tudela, les concedió a los roncaleses el privilegio de apacentar sus ovejas, por eso, dos cañadas reales cruzan la Bardena Blanca. Todavía se oye el eco de los mastines custodiando los rebaños y forzando su paso por las estrechas gargantas.



Pocos lugares de Europa ofrecen este aspecto y en pocos lugares del planeta la geología es un factor tan determinante. La alternancia de materiales de distinta dureza permite que el proceso de desgaste actúe de forma rápida y penetrante. Los materiales blancos como las arcillas y los limos, junto con las calizas, margas y yesos forman parte de una amalgama de tonos y matices que nos hace sentirnos intrusos en este mundo de ficción y fantasía. 
 
 
Durante unos días hemos recorrido las Bardenas en bici; la Blanca y la Negra. Esta última menos avanzada, toma el color de las sabinas que con sus raíces evitan la degradación irreversible. Es una fase previa al caos, a la desolación total. Rodar por ellas ha sido como pisar la superficie de la luna. Las huellas quedarán marcadas hasta las próximas lluvias, lluvias que impedirán que nadie pueda entrar ni salir. Porque el mayor peligro de las Bardenas es el agua. Si llueve se convierten en una trampa peligrosa. El barro impide cualquier avance por pequeño que éste sea y los limos se transforman en tierras movedizas. Ante el menor indicio de lluvia, hay que salir inmediatamente de allí. Viajar es robar tiempo a la muerte, pero viajar a las Bardenas es una ruptura total, un cambio inaudito, una verdadera alucinación. Las montañas se arrugan y se descomponen ante nuestros ojos, las imponentes cornisas a punto de desplomarse dominan barrancos y llanuras, y los cerros testigos colgados al vacío se mantienen orgullosos en pie desafiando al tiempo y a los elementos. Carlos y Teresa nos alojaron en su casa rural y a la mañana siguiente nos invitaron a comer con los ganaderos el día que marcaban a fuego las reses bravas. Y compartimos por unas horas, lo que ha sido durante siglos el sentido de sus vidas.
 

Os adjunto un enlace con mas imágenes para que juzguéis vosotros mismos. Prestad atención a este paisaje porque es posible que algún día, si seguimos a este ritmo suicida, nuestras montañas lleguen a tener el mismo aspecto.
 


 

domingo, 27 de agosto de 2017

El naufragio de la Guadalupe



 La tragedia que cambió la historia de Dénia
 José Manuel Almerich


Vino, caldo caliente, mantas y aguardiente fueron lo único que los habitantes de Les Rotes pudieron ofrecer a los supervivientes de uno de los naufragios más dramáticos de la historia del Mediterráneo.

La fragata Guadalupe era un navío de guerra de la Marina Real Española botada en la Habana en 1786 y hundida en las aguas de Dénia en 1799. Tenía 164 pies  (45 m) de eslora por 44,5 (13 m) de manga y un casco de seiscientas toneladas forrado de cobre. Estaba equipada con 34 cañones y numeroso armamento, entre el que figuraban fusiles, bayonetas, espadas, cuchillos y hachuelas de abordaje, además de sesenta granadas de mano y otros tantos frascos de fuego. En el momento del naufragio, tenía una dotación de 327 hombres al mando del capitán de fragata Juan de la Encina y en aquel terrible suceso perdieron la vida 147 tripulantes que no pudieron llegar a nado a pesar de haber encallado a tan sólo cien metros de la costa. 


Huyendo de dos buques ingleses que le duplicaban en armamento desde les Illes Columbretes, el Centaur, un navío de 74 cañones y el Cormorant, una corbeta de 20 cañones, la fragata Guadalupe navegaba a toda vela en mitad de una fuerte tempestad, y ante la imposibilidad de refugiarse en el puerto de Dénia por su escaso calado, siguió hacia el sur e impactó contra las rocas quedando encallada a las cuatro de la madrugada frente a la punta del Sardo, muy cerca de la punta Negra, entre la Marineta Cassiana y el Cabo de San Antonio. 

 

Eran tiempos convulsos, de guerra contra el Imperio Inglés e inseguridad en el mar. Por ello, entre las funciones de la fragata Guadalupe estaba la de vigilancia de la costa ante los asedios piratas y la armada inglesa que acosaba el litoral peninsular. El día antes de su naufragio avistaron a los buques enemigos unas cien millas al norte, junto a les Columbretes. 


La Guadalupe fue perseguida por los ingleses durante 24 horas hasta que consiguieron sacarles ventaja aprovechando su menor peso y los fuertes vientos del noroeste. En estas condiciones la fragata no pudo maniobrar y, al no poder entrar en el puerto de Dénia, se embistió contra los fondos rocosos antes rebasar el cabo de San Antonio. El impacto fue tal que algunos marineros cayeron al agua desde la proa sobresaltando al resto de que estaban descansando. 


En un principio la tripulación no fue consciente del peligro y algunos marineros pudieron alcanzar la costa a nado para pedir ayuda. Los habitantes de Les Rotes enviaron un mensajero a lomos de un mulo a comunicar el hecho y toda la población de Dénia, incluido el cura, acudieron al lugar donde estaba encallada la nave, pero no pudieron acercarse ante el fuerte oleaje y el grueso de la mar. 


Con las primeras luces del día pudieron darse cuenta de la gravedad de la situación ya que era imposible prestar auxilio ni por tierra ni por mar. Hacia el medio día, el barco ya tenía varias vías de agua y la tripulación lanzó al mar los cañones, la munición y todo el armamento en un intento desesperado de elevar la línea de flotación. A la cuatro de la tarde, doce horas después de encallar, un golpe de mar partió la fragata en tres partes convirtiendo su entorno en un amasijo de maderas rotas, cabos, planchas de cobre y tablones con clavos que descarnaban, literalmente, a los marineros que desesperados se lanzaban al agua para alcanzar la costa. 


Los dianenses contemplaron impotentes como la nave, batida por la fuerza de las olas, se iba haciendo añicos y sus tripulantes eran destrozados por los envites del mar y los clavos de las maderas. Uno de ellos, precisamente un preso llamado Andrés Martínez, consiguió llegar milagrosamente a la costa y, ante la incredulidad de la población, cogió un cabo largo y volvió a meterse en el agua, para lanzarlo a la proa de la Guadalupe y de este modo, fijar una línea de salvamento por la que muchos marineros aferrándose a ella consiguieron salvar la vida. 


Según relata mosén Francisco Palau, testigo del suceso, a pesar de que la población dianense se volcó en rescatar a los náufragos, el resultado final fue terrible: hubo 107 muertos y 40 desaparecidos inicialmente, cuyos cuerpos el mar sacó a la orilla durante los días siguientes. El cura de Dénia dio orden que los muertos fuesen enterrados en zanjas allí mismo, en los terrenos que ocupa en la actualidad el camping los Pinos junto al barranco de la Raconà, que, desde entonces se llama barranco de la Guadalupe. Tan solo una sencilla cruz de madera les ha recordado durante dos siglos. 




A partir de este momento cambió la historia de Dénia. El rey obligó a los Duques de Medinaceli, dueños del Señorío, a realizar las obras de drenaje para aumentar el calado del puerto, y ante la negativa de la Duquesa  a dragar la dársena, la ciudad pasó a formar parte de la Corona. Acababa así el sistema feudal en Dénia.  Carlos IV había perdido una de sus más importantes fragatas de guerra y cuya misión principal era defender las costas del reino de los piratas ingleses. Paradójicamente el comercio inglés fue el que, décadas después, aprovechó esta ampliación del puerto al convertirlo en la base comercial para la exportación a Inglaterra y América, de la uva pasa cultivada en los valles y montañas de la Marina Alta. 


 

Con motivo de mantener la memoria histórica y en recuerdo de aquellos infelices, nos acercamos en catamarán hasta el lugar del naufragio, un día frío y gris de finales de marzo. Con una mar encrespada y el mismo viento que la hizo naufragar, seguimos la singladura de la fragata Guadalupe desde la bocana del puerto hasta el lugar de la tragedia. 




Todavía hoy, los días de fuerte temporal, el mar de Dénia saca a la playa restos de maderas ensambladas, clavos oxidados, tejas de arcilla y sellos impresos de los más de un centenar de naufragios documentados que tuvieron lugar a lo largo de la historia en las costas dianenses. Una historia de marineros y comerciantes, de valientes aventureros que hicieron universal esta ciudad que, tras dos mil años de historia y a la sombra del Montgó, sigue mirando con respeto los embates del mar.